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El Valle de los Caídos me trae contradictorios recuerdos de juventud. Terminar la EGB en el colegio Concepción Arenal de don Manuel Amigo en el barrio vigués de Cabral tenía un premio que en aquellos grises años de finales de los 70 era toda una fiesta para nosotros, zangolotinos de provincias: la excursión de fin de curso. 7 días de autobús y hoteles por la España turística que intentaba sacarse de encima los 40 años de dictadura.
Tenía tantas ganas de viajar que me apunté a tres de aquellos viajes cuando incluso ya nos habíamos ido del colegio y nos peleábamos con la pubertad en el mítico instituto del Calvario.
Aquellas excursiones las podía haber patrocinado el Fraga del «Spain´s different» porque cada año nos tocaba una de las costas de las películas de Alfredo Landa: un año, la Costa del Sol con la Marbella y el Puerto Banús de Gunila von Bismarck; otro verano, la Costa Brava de una Cataluña que aún pedía sólo libertad, amnistía y estatuto de autonomía y al otro, el Benidorm de los rascacielos encima de la playa.
Fuéramos a donde fuéramos, la última etapa del viaje era siempre Madrid. Un Madrid que recuerdo oscuro, sucio y sórdido, pero al que siempre querías volver. Una capital de funcionarios y militares en los años previos al estallido feliz de la movida que le quitó toda la caspa.
Y camino ya de vuelta a Vigo, parada obligada en El Valle de los Caídos; esa fría y horrenda construcción en medio de la sierra madrileña. Seguramente la visita tenía para la dirección del colegio un significado político, pero no recuerdo que nos lo hicieran evidente; es más, todas las fotos que aún no he borrado de aquella época nos las hacíamos arriba, debajo de la cruz, después de subir en el teleférico y con el paisaje del Valle de fondo. Si fuimos a ver la tumba del dictador, lo he olvidado.
No he vuelto por allí y mucho menos tras conocer la historia y los terribles sufrimientos que pasaron en ese lugar miles de represaliados y asesinados por el régimen. Por eso es bueno que ningún colegio que repita excursión, pueda ver, nunca más la tumba de un dictador en un monumento nacional.
Nos ha costado más de 40 años hacerlo y muchos demócratas se han muerto sin poder celebrarlo, pero no olvidemos que la transición fue una operación de cirugía política de alto riesgo en un país que no echó al dictador y en el que decenas de miles de personas fueron a llorar su cadáver.
La momia se va al Pardo y España puede pasar página, aunque este episodio nos ha servido para comprobar que aún quedan más franquistas de los que pensábamos y no todos son unos viejos nostálgicos.
Vox nació a lomos de la reacción contra el procés, pero es evidente que ha relanzado su campaña con la exhumación de Franco. El PSOE también confía en que el fin de esta historia, con o sin helicóptero, le reporte beneficios electorales, aunque me da la impresión de que el asunto está amortizado entre el electorado de izquierdas.
Quién le iba a decir a Franco que iba a marcar una campaña electoral 44 años después de ser enterrado.
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