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Hace unos días me quedé pasmada mirando Cabaret de Bob Fosse en un cine al aire libre de Berlín. He visto ese filme no sé cuántas veces, pero nunca en pantalla grande, en versión original, acompañada de un gran número de espectadores y en la capital alemana, donde tiene lugar la trama.
Me llamó la atención que hubiera tanta gente. Normalmente en mi barrio en el Este, donde no todo el mundo habla perfecto inglés como en hipsterland Kreuzberg o Neukölln, las pelis al aire libre son casi siempre dobladas al alemán. «Berlin 1931»: lo primero que se anunció en la pantalla gigante al comienzo de la cinta, me sonó como una amenaza. Tuve la sensación de que la gente sentada a mi alrededor había contenido el aliento por un segundo.
Enseguida apareció el genial y dicharachero actor Joel Grey, maestro de ceremonias de todos los números cabareteros del musical, para darnos la bienvenida en varios idiomas. El famoso tema «Wilkommen! And bienvenue, welcome…» me hizo sonreír porque pensé de inmediato en el festivo barullo de lenguas que, como entonces, también se hablan en esta ciudad en el 2021. La República de Weimar de los años 30 sufría una terrible crisis económica, mientras el populismo del partido nazi iba ganando adeptos y los jóvenes privilegiados, como los personajes principales de la cinta, se dedicaban a darse unas juergas «queer» monumentales en el Kit-Kat Club, exactamente igual que se está haciendo hoy.
Cambien la crisis financiera por la sanitaria o la humanitaria de refugiados y emigrantes. Cambien la maravillosa voz de Liza Minelli por la pachanga tecno. Cambien el champagne por crystal meth, speed y gummi bears de CBD comestibles, pongan un paréntesis de COVID, y ahí tenemos de nuevo la República de Weimar, pero esta vez a nivel mundial. No me cabe duda de que muchos berlineses del público también vieron perfectamente el paralelismo. Esta peli es excelente por muchas razones visuales, técnicas, interpretativas, pero además porque es antifascista, porque es queer, porque muestra una relación poliamorosa antes de que se inventara el término, porque incluye un aborto y, sobre todo, porque deja entrever las consecuencias de subestimar el auge del fascismo.
Durante la cinta dos escenas me estremecieron. En la primera el cadáver de un hombre muerto a golpes, yace bajo una tela en la calle adoquinada, mientras el hermosísimo personaje interpretado por Michael York le pregunta al bon vivant barón alemán, si no cree que esos nazis son peligrosos. A lo que el vividor le responde que son solo unos matones, que los ayudan a deshacerse de los comunistas. Pero que los pueden controlar. Cuando York le interpela sobre quién podrá controlarlos, el aristócrata le responde: «el pueblo alemán». Y en fin, ya sabemos en que quedó todo.
En otra escena que me puso los pelos de punta, Michael York y el barón están en un biergarten cuando un joven rubísimo uniformado con el traje impecable de las Juventudes Hitlerianas, la esvástica y todo el kit de buen nazi, se pone a cantar y poco a poco todos los clientes se le unen, levantándose, alzando el brazo y elevando la voz entusiasmados. Solo los dos protagonistas y un viejo de mirada asustada y desilusionada, se mantienen en silencio observando lo que sucede. El estribillo de la perfecta canción fascista, de patria soleada y naturaleza, me dio escalofríos: Tomorrow belong to us, tomorrow belong to us… (el mañana nos pertenece).
La frase se repitió como una pesadilla, rebotando una y otra vez a través del anfiteatro, molestando a la audiencia del cine, que está enclavado en Volkspark Friedrichshain, un parque frondoso en Berlín del Este donde se halla el Grosser Bunkenberg (la gran montaña búnker) conocido en Alemania del Este como Mont Klamott, donde la Luftwaffe construyó una fortaleza antiaérea para defenderse de los aliados, una torre nazi que el Ejército Rojo intentó dinamitar sin éxito en 1945 y que fue sepultado bajo toneladas de escombros hace décadas. (En los años 70 de la RDA la canción «Mont Klamott» sobre la montañita de unos ochenta metros de altura se convirtió en un tema popular entre los jóvenes del Este).
Durante esa desasosegante escena de la película, cuando el búnker sepultado que está a unos metros del anfiteatro aún no había sido construido y el holocausto era inimaginable, la audiencia contuvo la respiración y fueron unos minutos de un silencio espectacular, degollado únicamente por la preciosa voz del chaval nazi que nos dejó helados. Tuve la sensación de que solo mi perro y yo estábamos viendo la película. El público dejó de respirar, se hizo un agujero negro, un vacío que lo llenó todo. Juro que esa escena de la canción de «tomorrow belong to us», cuando la pantalla se saturó de primeros planos de orgullosos chavales de uniforme, esvásticas y gentes humildes siguiéndolos como borregos, provocó tal ansiedad que los corazones de los que estábamos en la audiencia se saltaron un latido.
En dos semanas hay elecciones en Alemania. Merkel se despide con un currículum respetado por todos aunque su candidato del CDU, Armin Laschet, que hace un mes era el favorito, ha pasado a ser un lastre para el partido, porque mete la pata cada vez que habla. Al contrario que Olaf Scholz (SPD) el actual vicecanciller y ministro de finanzas que, sin decir nada, va ganando popularidad y probablemente será el nuevo canciller. Por su parte a la candidata de los verdes, Annalena Baerbock, que apuesta por un país que se toma en serio la energía alternativa y el calentamiento global, todavía le faltarán votos. A pesar de la volatilidad de las encuestas, no se esperan grandes sorpresas. Los nazis del AfD (Alternative für Deutschland), como los matones de Abascal, ya están en el parlamento y no se pronostica que ganen más diputados. No obstante, el fascismo, como el de VOX, el de los talibanes, el de la extrema derecha de Texas o el supremacismo blanco en los EE.UU. está en auge.
Hace 20 años el terrorismo totalitario de Al-Qaeda voló el WTC, nos dejó boquiabiertos y transformó el mundo en piezas de dominó. En NY murieron más de 3.000 y en Irak y Afganistán cientos de millares. Dio la sensación de que al resto del planeta nos hizo más conscientes de las desigualdades y la violencia diaria en la que viven millones. Sin embargo, el extremismo anda desatado.
En A Coruña mataron a Samuel a golpes y hace meses que las agresiones homófobas, como las de género, amenazan por convertirse en el pan nuestro de cada día. Pero en la capital de España el poder judicial encumbra a los franquistas regalándoles calles, mientras los medios de comunicación se rinden al neoliberalismo facha, quitándole importancia a que una pandilla de chalados cuelguen de un puente una bandera de docenas de metros u otros persigan homosexuales. Cuando acabó la película la gente aplaudió. El guionista de la cinta tuvo la sensatez de terminar el musical a las puertas del genocidio y me fui a casa segura de que la vivaracha Sally Bowles/Liza Minelli encontró una manera de regresar a NY. También se me ocurrió que sería muy útil que Cabaret fuera peli de visión obligada en las escuelas y que el antifascismo debería ser una parte tan básica de la educación como lo es aprender el alfabeto porque, al fin y al cabo, el mañana les pertenece a ellos.
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