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Si no sé qué hacer frente a una situación que me sobrepasa, me sumerjo en palabras. En el diccionario en línea de la RAE cuando tecleo un sustantivo en femenino me indica que vea el nombre en masculino. Para aprender una palabra nueva tengo que aprenderla primero en masculino. Sin contar con que en decenas de casos, la misma palabra en femenino es un insulto para humillar a las mujeres (zorro/a, perro/a, etc.).
Mónica Marcos Piñeiro, la última mujer asesinada por violencia de género, vivía en A Coruña y era de mi edad. Cuando era niña coruñesa y estudiaba las conjugaciones verbales, me llamó la atención que la primera persona del verbo amar también es un sustantivo. El que ama, es el amo. El amo es masculino, es el dueño o señor de la casa o familia. Es el poseedor de algo. Es la persona que tiene criados, es el dueño de esclavos. La ama también es todo eso, pero además ella es criada y dueña de un burdel (quién contaba).
Cuando enseñaba español más de una vez no supe cómo explicar la palabra esposas a un grupo de estudiantes perplejos. Las esposas aprisionan a quien las tiene. Cuando llegué a la adolescencia aprendí que una buena corrida no solo designa esa aberración tan española, la orgullosa tortura nacional, sino que también define la culminación del placer sexual.
No tengo capacidad para discernir si los principales usuarios de esa expresión son hombres o mujeres. Pero sí sé que el exclusivo Club de la Real Academia de la Lengua Española está conformado sobre todo por reliquias de hombres blancos heterosexuales, que se dedican a perpetuar palabras siniestras como esa, en las que se alimenta y crece sano el patriarcado.
También sé que el asunto del toreo es una barbarie macabra que, mayormente, la realizan hombres vestidos de lentejuelas, enfundados en trajes estrechísimos que realzan sus genitales. La muerte del animal desangrado a puñaladas en la columna vertebral es tan brutal, que muchas veces mancha de sangre las partes del torero. El cénit del placer es también la muerte.
La violencia de la lengua castellana llena de expresiones sexistas y de amos, esposas, zorras, perras, coñazos, cojonudos y corridas es el cimiento de nuestra cultura, el espejo de nuestra conducta. Somos lo que hablamos, un sistema patriarcal que nos meten a cucharadas desde que empezamos a balbucir. Aunque muchos canallas insisten en nombrar calles honrando a quienes alegremente celebran la muerte, lo decente sería empezar a deconstruir y desaprender los errores, corrigiendo este trampolín para la violencia de género que es el idioma agresivo y machista que, como algunos cromañones, nos está matando. Quizás haya llegado el momento de entender y utilizar el lenguaje como el salvavidas que es. El uso de las palabras no nos devolverá a las víctimas, pero seguramente evite que crezcan más asesinos.
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