Mi desfranquización

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Llevo prácticamente toda la vida desfranquizándome. Mi primera alergia al fascismo me la causaron los calcetines de perlé. No tengo idea de a quién se le ocurrió la idea de hacer medias de ganchillo con hilo de algodón. Un hilo que previamente ha sido tratado con sosa cáustica para que brille. Obligar a una criatura a llevar calcetines de perlé y zapatos de charol relucientes es una de las torturas que recuerdo de los primero ocho años de vida que me tocaron bajo el regimen franquista. ¿A quién, sino a una sociedad retrograda fascista de legionarios, crucifijos, vírgenes y relicarios, se le puede ocurrir el suplicio sádico y absurdo de vestir a una niña con tejido mercerizado que provoca sarpullidos y corta la circulación sanguínea? Cuando crecí lo suficiente para negarme en rotundo a vestirme como obligaban las voces «del que dirán», Franco por fin se murió y en el colegio católico al que asistía, gobernado por monjas que seguro compartían cierto ADN con algunas de las celadoras de los campos nazis, nos dieron el día libre. En casa mamá lloraba frente al televisor en el que mostraban a un viejo muerto, vestido de militar, dentro de un ataúd. De papá ese día no recuerdo nada, solo que todos los adultos nos dejaron en paz, y mi hermano pequeño y yo jugamos a lo que llamábamos fútbito en acción, con una pelota de tenis en un pasillo larguísimo y estrechísimo, y que luego rompimos un jarrón, pero mi madre no nos gritó ni nos lanzó la zapatilla y esa calma inesperada me resultó extrañísima. Esa noche me dormí rezando para que ojalá el viejo de la tele en blanco y negro se muriese todos los días.

Durante un par de años continué esperando a que un milagro cerrase aquel colegio para siempre, pero las estrellas me tenían preparada otra sorpresa. Cada 27 de noviembre celebrábamos San José de Calasanz, el Día del maestro, yendo a la escuela pero sin tener clase «normal». Hacíamos juegos, algunas profesoras laicas cantaban canciones, hacíamos un teatro y jugábamos en el patio de recreo inmenso de San Pedro de Visma, que entonces era un monte. Sin embargo, al año siguiente o dos años después de la muerte del Generalísimo, la nueva directora, la Madre Nieves, decidió que ese día no habría celebración sino clases normales. La noticia nos cayó como un jarro de agua helada. Todas las niñas, de los 6 a los 13 años, estábamos de pie, en fila en uno de los patios interiores del colegio. Aquel edificio era enorme y ahora que lo pienso estaba construido como una cárcel, igual que la facultad de Periodismo de la Universidad Complutense donde luego estudié, que se rumoreaba también había sido diseñada para ser una prisión franquista. Los pasillos de mi escuela estaban cimentados para gigantes, en realidad eran plantas enteras. Las entradas de las escaleras de cada planta eran lo suficientemente anchas como para que pasase un rebaño de borregos o un montón de señores policías montados a caballo. Cada día a las 8:45 de la mañana entrábamos a ese patio de la segunda planta y nos organizábamos por curso y grupo, siguiendo a la delegada de cada clase y manteniéndonos de pie en fila india, de cara a una balconada del tercer piso, desde donde nos observaba la directora y su camarilla de generales.

La nueva Madre Nieves era una mujer implacable, obsesionada con la disciplina, que sencillamente nunca nos dejaba ir a clase hasta que las doscientas niñas alcanzasen un silencio absoluto. Recuerdo que tenía un silbato colgado al cuello como un árbitro y nos amonestaba como si fuéramos perros. Cuando por fin callábamos, aburridas de estar de pie, nos hacía estar así un rato más largo y luego iba gritando y silbando los cursos: Primero A, Primero B, etc. Y como prisioneros íbamos desfilando, soldaditas de uniforme cristiano, para nuestras respectivas aulas. No obstante, esa mañana cuando conseguimos un consenso de tranquilidad cuasi perfecto, la Madre Nieves dijo que ese San José de Calasanz no lo celebraríamos. Se escuchó un desaliento sonoro como el resoplido de un animal harto de golpes y alguna de las mayores, preguntó: «¿Por qué?». La respuesta naturalmente ya la sabíamos: «Porque sí». Siempre respondían con esa pedagogía de lamebanderas fascistoide. El asunto es que el sentido de injusticia y desilusión se extendió de una fila a otra, como si en lugar de hormonas tuviéramos pólvora. Los murmullos se fueron alzando y el silbato de la Madre Nieves se fundía con los gritos de las niñas mayores, las de octavo, las adolescentes.

Me quedé con ellas porque algunas eran distintas, tenían el pelo corto, los calcetines caídos, no llevaban pendientes, ni usaban sostén

No recuerdo mucho más, excepto que decidí, sentarme con las chicas que se negaron a entrar en las aulas y se sentaron en el suelo. Me quedé con ellas porque algunas eran distintas, tenían el pelo corto, los calcetines caídos, no llevaban pendientes, ni usaban sostén. Luego la Madre Nieves agarró a una niña muy alta y tímida que se llamaba Luisa, por el brazo derecho, obligándola a caminar. Pero la muchacha se fajó de un codazo y le gritó una burrada a la monja, mientras lloraba con rabia hasta que consiguieron arrastrarla hacia su aula. El intercambio entre la monja y Luisa, una rapaza retraída que casi no hablaba con nadie, debió impactarme por su violencia, pues cuarenta años más tarde la recuerdo con una claridad inusitada. Nos quedamos como quince o veinte niñas. Las mayores tenían 13 o 14 años y las pequeñas teníamos 10 u 11. Fue la primera sentada de mi vida. El robo de nuestra día de festividad, «porque sí, porque puedo» y la valiente reacción de las mayores, fue la gota que colmó el vaso de respuestas injustas y absurdas.

Después de aquello tuvimos que pasar todo el fin de semana yendo al colegio. De 9 a 6 de la tarde nos hicieron estar de pie en una baldosa determinada, con las manos en la cabeza, distribuidas por los pasillos de toda la escuela. Nos dejaron comer nuestros bocadillos, pero no nos hicieron estudiar, ni leer, ni nada productivo. Solo estar de pie, como prisioneros de guerra. Recuerdo que una monja pasaba de vez en cuando a vigilarnos y en una ocasión una compañera se burló de la Hermana, haciéndole muecas como si fuera una mona, sin darse cuenta de que sus gestos se veían perfectamente reflejados en las puertas de cristal que cerraban el pasillo. La monja se enojó como si le hubiera vomitado encima y la hizo arrodillarse con los brazos en aspas y en cada palma de la mano le plantó una Biblia. Lo escribo y me cuesta creerlo, pero juro que fue así. La niña se mantuvo en esa pose, hasta que la monja se fue y las Biblias se cayeron y nos sentamos en el suelo muertas de risa. Fue un castigo franquista. No recuerdo qué opinión de todo esto tuvieron mis padres. Sé que a papá le molestó terriblemente tener que madrugar el fin de semana para llevarme en coche hasta San Pedro de Visma, pero no me dijo mucho más. No me riñó, pero tampoco me dio una palmadita en la espalda.

Un año más tarde me tocó hacer la primera comunión, ir a clases de catecismo a escuchar cuentos de hadas pésimos. El caso es que mi madre me dio la opción de hacer la comunión vestida de monja o de novia. También me dijo que si fuera niño podía ir vestida de marinero. No entendí de quién iba yo a ser novia y lo de monja tampoco me hacía gracia. Así que, aunque no quería ser un niño, pensé que sí quería ser marinero. Hacía tiempo que en el puerto de A Coruña había visto a un chaval despeinado con una gorra de grumete, un pantalón de pana sucio y un suéter de cuello alto. Desde entonces esa era mi idea de la despreocupación, la libertad y la comodidad. Quería hacer la comunión vestida como ese marinero. Por supuesto, mi ilusión no me duró ni una tarde. En el momento que le expliqué mis cuitas a mi madre, enseguida comenzó a reír a carcajadas. No solo era yo una ingenua, sino que lo de ir de marinero en realidad era ir de «almirante o de capitán» y que solo los niños podían vestirse con ese uniforme. Las niñas no podíamos ser capitanas de nada. Hacer la comunión vestida de monja me parece uno de los travestismos más subversivos de las muchas performances que he tenido que hacer en mi vida.

Pasaron los años y continué con mi proceso inconsciente de desfranquización. La idea más drástica que se me ocurrió fue cruzar un océano y poner distancia entre el perlé, las monjas, los almirantes y mi persona. Pero ni por esas, porque hay abecedarios que se te clavan dentro como el aire que levanta una bofetada y al contrario que en el bolero, la distancia no es el olvido. Cuando al escribir esto pienso en el tejido arañador de aquellos calcetines de ganchillo o en el silbato estridente de la Madre Nieves, que debe andar atronándole los tímpanos a Satanás, no puedo evitar recordar el retrato del dictador que había en cada aula, o ponernos de pie con el ímpetu de soldados rasos, al unísono, todos los días al mediodía, a las 12 en punto, para rezar el Ángelus que nos «narraba» una hermana por los megáfonos. Porque en aquella escuela de las Escolapias donde solo nos enseñaban a rezar y a caminar como borregas era de las más modernas de la ciudad, disponía de tecnología en cada salón y también de maestras absurdas, como la señorita Victoria, la profe de gimnasia que era anoréxica y durante las clases fumaba como un borracho, mientras nos sostenía por los pololos o nos hacía dar volteretas laterales. Además, era una escuela carísima, de uniforme y autobús, donde se impartían clases de inglés, francés o ajedrez, pero por supuesto, no de gallego. Un lugar donde estaba prohibido hablar con los niños del colegio de al lado, ir despeinada o mascar chicle bajo la pena garantizada de que la Madre Cristina te plantase la goma de mascar en mitad de la cabellera.

Una educación que costaba un dineral y que mis padres pagaban con gusto, malgastando sus días en trabajos disparatados para que mis hermanos y yo recibiéramos aquella educación tan fascista y moderna, tan de Alberto Closas y su Gran Familia numerosa, y poder así llegar a ser españolitos de provecho, almirantes, novias o monjas, y no parte de la comidilla de bichos raros y «del que dirán». Un adiestramiento tan efectivo que, honestamente, me está llevando toda una vida desfranquizarme. Malditos fascistas.

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