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Escribe Sonia Vizoso en El País que los dos ciudadanos senegaleses que defendieron a Samuel Luiz, cuando lo mataban a golpes en A Coruña, «fueron las dos únicas personas de las muchas presentes en la zona que salieron en defensa del joven». Ibrahima y Magatte aún no son coruñeses, pero pronto la ciudad «donde nadie es forastero», los nombrará hijos adoptivos. ¡Fenomenal! Un aplauso para estas personas que tuvieron el coraje, la decencia y la valentía de intervenir, interponiéndose entre los golpes de los asesinos y Samuel Luiz. Se jugaron la vida por alguien al que vieron ser apaleado y linchado por una jauría humana.
La escena brutal que vieron Ibrahima y Magatte, según dice El País y el sentido común de los que conocen la noche del fin de semana del Riazor coruñés, la contemplaron también muchas personas presentes en la zona. Pero todos esos cristianos de bien decidieron no mover un dedo, ni acercarse a defender a Samuel. No sería justo, ni bonito, pensar que la ciudad herculina es la única que padece de esa desidia o cobardía «del no te metas», «del que dirán», «del sigue caminando», «del a ti te pagan para poner un sello o tatuar un número, no para pensar», «del yo me lavo las manos, solo pasaba por allí o hacía mi trabajo», que lógicamente no es un atributo exclusivo de los habitantes de esa esquina del norte. Estaría bueno que solo hubiera cobardes y lameculos en la provincia donde nací.
Sin embargo, decía Hannah Arendt que los nazis tampoco eran monstruos, sino personas como usted y como yo, como los asesinos de Samuel o como los coruñeses que lo vieron correr y que, seguramente, hasta le hicieron un video siendo perseguido o le sacaron una foto, que ahora mismo debe reposar en las entrañas de algún iPhone dentro de un bolso monísimo, dispuesto en la mesa de una terraza impoluta y bien iluminada de la ciudad de cristal.
Todo el asunto del desinterés y la abulia de los testigos del crimen de esa funesta noche me recordó el caso de Kitty Genovese, una joven que murió asesinada en Queens, NY, en 1964, mientras algunos vecinos la escucharon gritar de madrugada, pidiendo ayuda, cuando su asesino se tomaba su tiempo pespuntándola a puñaladas. Aunque entonces, según publicó inicialmente el New York Times, fueron hasta 38 vecinos los que oyeron sus gritos pidiendo auxilio, pero nadie hizo nada, más tarde se descubrió que incluso el NYT comete errores intencionados y sensacionalistas. (Quizás una explicación a la metedura de pata del oráculo del periodismo, fuera que la sección metropolitana del diario estaba dirigida en aquel momento por A.M. Rosenthal, un periodista judío que, al cubrir la liberación de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, había contemplado el resultado de la indiferencia de los ciudadanos de a pie frente a las atrocidades del nazismo).
Al final se esclareció que no habían sido tantos los vecinos indolentes. De cualquier modo, la polémica provocada por el gazapo del diario neoyorquino sobre la apatía de los «38 testigos» en el asesinato de Kitty Genovese, se convirtió en un tema de investigación en las universidades de psicología más prestigiosas de los EE.UU. El denominado bystander apathy (la apatía del transeúnte) se hizo tema de estudio y durante décadas se investigó el porqué la gente interviene o no, cuando es testigo de una injusticia. A través de decenas de experimentos, básicamente se llegó a la conclusión de que el ser humano reacciona y actúa ante una emergencia o un atropello, solamente cuando ve que otra persona de su grupo lo hace. Si nadie del grupo hace nada, se difumina la responsabilidad y ni un alma se involucra. Pero si alguien grita: «¡Dejen de pegarle!». Otros gritarán. Si alguien interviene, otros lo harán.
Llevo meses pensando por qué esa madrugada, en A Coruña, a pesar de que Ibrahima y Magatte, se metieron a defender a Samuel Luiz, nadie más lo hizo. Muchos pasaron de largo o, seguramente, contemplaron la persecución y la matanza impávidos, mientras los dos senegaleses se jugaban la vida. Según la teoría del bystander apathy, alguien más tendría que haber sido motivado por el comportamiento de los africanos y debería haber intervenido. Pero nadie se movió. La única explicación que se me ocurre, es que los transeúntes coruñeses no consideraron la actuación de los dos senegaleses, Ibrahima y Magatte, como suficiente motivador para unirse a la defensa de Samuel Luiz, porque tampoco los vieron como gente de su grupo.
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