Cosa de brujas

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Tengo la sensación de vivir entre tinieblas y haber perdido contacto con el mundo real. Debido al COVID y a mi trabajo, que implica comunicarme virtualmente solo con gente que vive al otro lado del Atlántico, empiezo a dudar si las noticias sobre las mezquindades de la derecha españazi serán verdad. Si de muerta aún quieren fusilar a Almudena Grandes, si el virus será un hijo bastardo de Bill Gates o si, como claman los paladines de las conspiraciones, el mundo habrá dejado de ser redondo y yo en bata y zapatillas, creciendo canas en Berlín del Este, sin enterarme de que va esto, editando libros de texto para perpetuar la ignorancia de los churumbeles bilingües de los Estados Unidos. Pero, a pesar de mi sensación de desconexión, he aprendido que hay gente que va mucho más adelantada que yo.

En Alemania, por ejemplo, ahora vivimos entre el régimen de la estupidez y el del 3G, que no se refiere a la posibilidad de conectarse a Internet a velocidad de vértigo, sino al estatus sanitario de un individuo. 3G representa Geimpft, Genesen y Getestet, o sea, quiere decir que uno está vacunado o recuperado de la enfermedad y con un test. Hoy, por ejemplo, mi estatus es 2G (vacunada o recuperada), pero si quiero ir a tomar una birra a un local donde haya más de 10 personas, tendré que convertirme en 3G. Lo cual no es gran problema porque hay estaciones de Schnelltest (test rápido) por todo Berlín, donde te lleva 10 minutos hacerte un test gratis y recibir los resultados en tu móvil, una media hora más tarde. Sin embargo, a pesar de sus dotes organizativas, este país tan culto y educado, está demostrando ser una tierra de cafres, donde un altísimo porcentaje de la población se niega a ser vacunada. Los razonamientos en contra de la vacuna son tan desquiciados y variopintos que tratar de explicarlos me causaría una migraña insoportable.

El otro día, por ejemplo, llegó a mi casa un señor que conozco desde hace quince años, porque nos vemos brevemente cada mes de noviembre, cuando viene a medir la lectura de la calefacción. No me cabe duda de que a Herr Hellige, (cuyo nombre significa santo y juro que no me lo invento), le gusta su trabajo. El señor Santo siempre entra con una sonrisa y alguna golosina para el perro, que lo recibe como si fuera Papa Noel vestido de obrero. Este año, sin embargo, descubrí que Herr Hellige no es que parezca un feliz trabajador de la antigua GDR, sino que bajo su ropa de obrerete simpático, se esconde un paisano supersticioso de la Edad Media. Herr Hellige no cree que la Tierra sea redonda.

Hace unas semanas el Medievo llamó a mi puerta y entró sonriente. Me saludó exultante como si acabara de presenciar alguna virguería milagrosa y le hizo unas carantoñas a Pepe, como siempre, excepto que esta vez el hombre no llevaba máscara. Como conoce el apartamento, enseguida, se fue al baño a medir el radiador mientras yo cerraba la puerta de la entrada, pensando que algo no me cuadraba. En cuanto salió hacia la cocina le pregunté: «¿Herr Hellige y qué hay de su máscara?». Pero el hombre siguió trabajando, agachándose en cada radiador para leer los dígitos con un aparato que me recordó a uno de esos termómetros automáticos. Entretanto el perro lo olisqueaba y yo lo seguía por mi piso insistiendo en interrogarlo sobre por qué no llevaba máscara. Por fin, dejó de ignorarme, se encogió de hombros y me soltó que él ni máscara, ni vacuna, porque tenía un buen sistema inmunológico.

El diálogo que se desarrolló a continuación me obligó a explicarle que vivimos en una comunidad donde existen normas sociales; que en mi casa mando yo, que aunque estoy vacunada, también sufro de un problema inmunológico y que meterse entre mis cuatro paredes sin avisarme de su condición sanitaria, era jugar a la ruleta rusa con mi salud, etc. Herr Hellige me miró con mucho desprecio, como si estuviera a punto de prenderle fuego a la pira donde, previamente, habían atado a la bruja del pueblo, esa vieja loca que en invierno insiste en bañarse desnuda en el río helado, porque clama que estar limpia la protege de la peste. Y cuando solo quedaron las ascuas humeantes, el perro de la menciñeira aún seguía ladrando.

 

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