Los milagros de Herr Wunder

Muchas veces las repeticiones no tienen sentido, pero nos ayudan a entender y resolver algunas cosas. Hace unos días leí que el Estado español llevaba décadas pagándole un salario, en forma de subvenciones, a unos monjes del Valle de los Caídos, cuyo trabajo aparente es encender velas y orar por el alma del dictador, que arruinó el futuro de tantísimos españoles. Durante años, unos benedictinos rezaban carísimas oraciones al buen cristiano fascista, mientras otros curas posiblemente especulaban en diversos negocios para triplicar los dineros que, hasta hace nada, les regalaba el gobierno. Beneficios que, si la historia se repite, acabarán en las arcas de la extrema derecha, o sea VOX.

Este asunto de la Iglesia católica y el Estado español es un bucle de despropósitos. La Iglesia española es una sanguijuela vestidita de domingo, que no se cansa de repetir el mismo rosario de villanías. Tiene todo el derecho, siempre y cuando no reciba apoyo financiero del gobierno. En una democracia real la iglesia se dedica a dar sus misas y a bendecir fascistas, y el Gobierno a gobernar. Pero España es diferente. Es grotesca, es absurda y por eso es tan difícil no quererla. La suerte de esta institución religiosa que parece formar parte del ADN del país, que aplaude el franquismo, el odio y que lleva chupando del Estado durante siglos, es que no se ha topado con una cirujana escéptica de escalpelo afilado, que nos la ampute de un tajo y la separe del Gobierno para siempre (iba a escribir cirujano, pero no conozco a ningún hombre cirujano y sí a una mujer que lo es).

La mención de mi amiga cirujana me trae a la memoria una de las historias que me contó cuando ella hacía prácticas en una sala de urgencias. Por una temporada casi cada mes, ingresaban a un suicida, un borracho cristiano al que apodaron Herr Wunder, porque el tipo insistía en abrirse las venas de mala manera (literalmente) y su persistencia era tan asombrosa como su buena suerte. Al principio mi amiga, nacida en la DDR, socialista convencida, cuyo único Dios era la penicilina, lo atendía escuchando sus disculpas, resoluciones y agradecimientos a Jesucristo, cosiéndole las muñecas con un hilo cubierto de empatía y serenidad. Tras meses de remendarlo harta de oirlo agradeciéndole otro milagro al Señor, mientras ella estaba sentada a su lado salvándolo, apañándole el mismo error en el sajo, mi amiga comenzó a perder la paciencia con las imprudencias de aquel milagrero. Un domingo de madrugada antes de la pandemia, con la sala de urgencias llena hasta arriba, ingresaron de nuevo al viejo Herr Wunder. Esta vez mientras le cosía el desaguisado, silenciando su berborrea alcoholizada, mi amiga le explicó puntillosamente, repitiéndole paso por paso, cómo tenía que cortarse las venas si realmente quería tener éxito. Fue la última vez que lo vieron.

*La foto de apertura es de Stefan Kunze (Unsplash).

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