Entre cines: Emilio Baños, Arturo y Cesáreo González

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En casa no se compraban caramelos, pero yo sabía del escondite donde coger uno de vez en cuando. Al salir del colegio, muchas tardes, me quedaba a cargo de la portera Angelita hasta que mi madre volvía de los recados. El bajo del edificio en el que vivíamos era el almacén de la distribuidora de cine Baños Films, de Emilio Baños, y allí custodiaba las cintas un hombre clavado a Allan Thompson, el contramaestre del mercante Karaboudjan de las aventuras de Tintín. En aquellas tardes de portal yo asomaba la cabeza por el almacén y, siempre curiosa, leía los títulos en las latas de película a las que alcanzaba con la vista. El Allan de este filme, hombre serio y bien conocido por los vecinos, me dejaba pasar con la condición de no tocar nada. Encima de la mesa guardaba un bote de caramelos que yo miraba glotona. “Escoge uno, pero piensa bien cuál quieres, porque sólo puedes coger uno”. Ese par de minutos que me duraba la golosina en la boca era justo el tiempo que tenía para leer los títulos; cuando se consumía, me mandaba de vuelta con Angelita.

Allan Thompson, uno de los personajes de la serie Las aventuras de Tintin. En su primera aparición, en El cangrejo de las pinzas de oro es el contramaestre del mercante Karaboudjan.

Baños Films fue mi primer contacto con las películas. Y con los caramelos. El vigués Emilio Baños se pasó la vida ligado al cine: representante de actores, asesor en cintas rodadas en Galicia… Comenzó el negocio en 1953 como distribuidor de un lote de cuatro títulos que le cedió el orensano Arturo González, de Regia Films. Arturo y Cesáreo González fueron pioneros en la distribución y producción: dos hermanos de Nogueira de Ramuín que hicieron más por el cine gallego que todas las campañas institucionales juntas.

Emilio Baños

En el catálogo de Arturo González había títulos tan diferentes como El bueno, el feo y el malo (1966), de Sergio Leone; Maruxa, la historia de unos pastores gallegos dirigida en 1968 por Juan de Orduña; la multipremiada Españolas en París (1971), con Ana Belén, Laura Valenzuela, Enma Cohen y José Sacristán; o el policial estadounidense French Connection (1971). Sus películas empezaban con la cruz de la Orden de Santiago seguida de la leyenda: “Arturo González presenta”. Entonces, para mí esa cruz era la de las tartas de almendra de Santiago, y por eso sonreía al ver en el cine algo tan familiar. Con el tiempo, la cruz de los filmes de Regia Films aparecía en el escudo de un caballero a galope vestido de blanco que daba paso a las letras de Arturo González a toda pantalla.

Más me hacía vibrar en la butaca la cabecera de las películas de Cesáreo González, las de Suevia Films: un hermoso plano de la ría de Vigo sobre la que ondeaba la bandera de la ciudad. Cesáreo era un aficionado al cine que decidió invertir en la producción de la comedia El famoso Carballeira (1940), aventura romántica de un conservero gallego que se casa con una aristócrata. Le gustó y se dejó convencer por Florián Rey para meter un millón de pesetas en ¡Polizón a bordo! (1941), una cinta que tocaba el tema de la emigración, que Cesáreo había vivido. La experiencia fue tan buena que aquel mismo año fundó Suevia Films, productora con la que emocionó contándoles historias a los emigrantes gallegos, sin dejar de financiar títulos imprescindibles como Muerte de un ciclista (1955) y Calle Mayor (1957), de Juan Antonio Bardem. Contrató a grandes de entonces, como la mexicana María Félix y la popularísima Lola Flores -con quien firmó un contrato por cinco películas-, pero también a otros que comenzaban con la etiqueta de prodigios, caso de Joselito y Marisol. En lo años 50 era el empresario cinematográfico más importante del país y su nombre ocupaba las pantallas de las salas de Buenos Aires, Nueva York, México y París. Su último proyecto lo juntó con Luis García Berlanga en 1968, para rodar cuatro películas que ya no pudo producir.

Cesáreo González junto a Lola Flores, Carmen Sevilla y Paquita Rubio en El balcón de la luna (1962).
Cesáreo González con Joselito y Marisol.

Leía sobre Emilio Baños y descubro que comenzó en el cine Fraga de Vigo vendiendo caramelos. Quizá por eso en su almacén de películas guardaba aquel bote grande. Quizá por eso sabía el valor de elegir, de enseñarme a escoger sólo uno con mucho mimo.

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