La vista del pájaro: Abel, Orson y Woody

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Cuando arranca enero tenemos la sensación de que ya se acabaron los excesos navideños. Sentimos la noche y el día de Reyes como una prórroga, la sesión infantil de la que muchos se descuelgan. Sólo hay un niño en toda Galicia que prolonga las fiestas hasta mediado el primer mes: Abel Caballero. Al socialista le duele más apagar las luces que pagar la factura. Es comprensible: sin leds estaríamos ante un príncipe destronado. No es fácil urdir populismos políticos que den tanta publicidad y dinero a unos dominios, y, como pasa siempre cuando llega el final de los tiempos felices, al alcalde de Vigo le entra a principios de año el vértigo de gestionar el día a día. Estoy muy a favor de los réditos que deja el lucerío, pero me sorprende, y mucho, la falta de transparencia en la adjudicación de las licencias de la noria panorámica o de las casetas de la plaza de Compostela. La concesión, por lo que parece, ni olió el obligado concurso público. Preferí, las pasadas vacaciones, no montar en esa atracción, por si las autoridades la precintaban y quedaba yo besando el cielo atrapada en una carlinga.

El actor J. Cotten en The third man.

No dudé, sin embargo, en retar al mareo en la rueda del Prater de Viena. Mientras subía, recordaba el diálogo de Harry Lime y Holly Martins en El tercer hombre (1949), la película de Carol Reed con guión de Grahan Greene.

–¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejasen de moverse? –repetí desde lo más alto sin apartar la mirada de las personas que caminaban abajo. Y volví a ver a los protagonistas de la secuencia que más me ha impactado en el cine, Orson Welles y Joseph Cotten, recreando esa tensa traición entre amigos, el veneno de la ambición y la miseria del ser humano. El estómago se me encogía en aquel viaje, mientras yo tarareaba la magnífica banda sonora de una cinta impecable que tiene como ingredientes, bien medidos, los juegos de luces y sombras, la peculiar inclinación de la cámara, la dosificación de la información en el relato y unas interpretaciones soberbias.

Maryam d’Abo y Timothy Dalton en The Living Daylights.

Antes de bajar de la cabina recordé el beso de James Bond a Kara Milovy, también en la noria vienesa, una localización perfecta para el debut de Timothy Dalton como agente con licencia para matar en 007: Alta tensión (1987). El director, John Glen, trabajó en sus inicios con el productor de El tercer hombre, Alexander Korda, y me emocionó el guiño que le dedica al clásico en el que participó de joven: el personaje del vendedor de globos del parque.

Julie Delpy y Ethan Hawke en Before sunrise.

Mientras el idilio entre Jesse y Celine crece por las calles, cae la tarde en la noria del Prater en la deliciosa Antes del amanecer (1995): un romance, aparentemente de manual, que conquista con los cuidados diálogos entre dos personas que no tienen miedo de arrepentirse de sus palabras, sólo interrumpidas por el giro de la rueda y el esperado beso entre Julie Delpy y Ethan Hawke. El director, Richard Linklater, nos cuenta con poesía que los amantes no se volverán a ver, repasando con la cámara los lugares, ya vacíos, por los que los protagonistas pasearon su intensa aventura.

Kate Winslet en Wonder Wheel.

La noria es una máquina muy efectiva dramáticamente. Su movimiento monótono y circular habla de la rutina de la vida, de los viajes a ninguna parte. Woody Allen le saca partido narrativo en Wonder Wheel (2017), donde la noria de Coney Island simboliza las vidas aburridas y las subidas y bajadas emocionales de Humpty y de Ginny, el matrimonio interpretado por Jim Belushi y Kate Winslet. Una historia árida, envuelta en una fotografía preciosista, en la que el genio neoyorquino juega en cada plano con las luces de la atracción para vertebrar la ambientación del drama.

Hayden Panettiere, Claire, la animadora de Heroes.

Las series también montan en rosquillas de colores. Héroes (2006-2010) tiene un final impactante: la animadora Claire se lanza desde la noria a la vista de todos, cae al suelo ilesa y revela así que está dotada de poderes para salvar a la humanidad. Un modo de cerrar el círculo alrededor del que giró desde su presentación: es verdaderamente invencible.

Carnivale (2003) no es una serie convencional; el complejo universo por el que transitan los feriantes ambulantes y los demás personajes resulta excesivo y a veces difícil de comprender. Nos orienta en cada capítulo la noria, metáfora del destino de los protagonistas, cuyas vidas también dan vueltas hacia un final que vislumbran apenas en visiones y del que luchan por huir.

Las norias representan el eterno retorno, como el viaje de Abel, quien, después de abrazar las nubes de Navidad desde la cabina más alta de la rueda luminosa de Vigo, regresa cada 15 de enero al punto de partida vital y laboral de su despacho.

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