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Nunca fui capaz de leer en el metro. Posar la vista en un libro es perder el paisaje, más rico, de seres humanos. Aprendo moda, escucho diálogos inmensos y tomo nota de lo que leen los compañeros de vagón. Viajo a la misma hora todos los días y eso me permite ver los gustos literarios de los pasajeros habituales. Coincido casi a diario con un hombre cercano a los cincuenta, un moderno con quien nunca crucé palabra y que hace meses decidí que era diseñador y padre de dos chicas adolescentes. Su modernidad le llega hasta las manos, que sostienen siempre las lecturas más vendidas de los escaparates de Malasaña. Por eso, ver este lunes cómo abría un William Faulkner me descolocó. La explicación llegó en la parada de Avenida de América, cuando subió al tren un amigo suyo, desconocido para los parroquianos de la línea 4.
-Aquí ando, Jorge, enredado con Luz de agosto. Ayer les puse a mis hijas la película Amanece que no es poco y caí en la cuenta de que Faulkner se había quedado perdido en el estante.
Ya no escuché más: había adivinado que el presunto diseñador era padre de unas chicas y tenía una explicación más que satisfactoria para su lectura. La comedia surrealista de José Luis Cuerda ha hecho más por la novela de Faulkner que cualquier promoción literaria. Un par de frases acertadas sobre un libro en una pantalla, o ese mismo libro en las manos de un personaje, despiertan curiosidad por el autor. Y disparan las ventas. Recuerdo que después del estreno de Amanece que no es poco muchos en la facultad de Filología, por culpa de los delirantes diálogos de la película, andábamos con Luz de agosto y con el Ada o el ardor de Nabokov debajo del brazo.
Desmond, uno de los pasajeros del vuelo 815 de la aerolínea de Lost, desató las ventas en Estados Unidos de El tercer policía, de Flann O´Brian, un libro que se había publicado en 1966. Y a Sawyer, el lector compulsivo de esa misma serie, le bastó con tener unos pocos segundos en sus manos La invención de Morel para que Bioy Casares ocupase las mesitas de noche de los fans. Ningún título en Lost es azaroso, sino magníficas pistas de lo que sucede: los libros forman parte del rompecabezas.
Que los protagonistas lean una obra determinada dice mucho de ese personaje y ayuda a contar la trama. Don Draper, el publicista de Mad Men, arranca la última temporada leyendo en la playa El infierno de Dante y te zambulle así en sus demonios particulares, ese oscuro pecado para el que debe encontrar una salida.
Sin duda, la Rory de Gilmore Girls pisa podio en la clasificación de personajes lectores. Entre los más de trescientos títulos que lee en la serie, que su favorito sea Mujercitas derriba a esta heroína de los 2000.
Mujercitas aparece también en una de las series con sello gallego, Air Galicia, y es, entre todos los de la extensa biblioteca de Ramón Piñeiro, el único libro que le llama la atención a Alfredo.
Los personajes de las series gallegas -que no los actores- son más de mugir que de leer, y algunos títulos en sus manos dan para mucha comedia. Paco, el camionero de Air Galicia, consiguió acabar Geometría vectorial. Y, cuando se engancha al marxismo, Elvira se traga ni más ni menos que El capital.
En Pratos combinados, Miro Pereira y sus exabruptos son un claro guiño al Capitán Haddock de Hergé. Con Pereira no quedó insulto gallego por aprender. No se le ve lector, no, pero estoy segura de que en la cuarta pared Miro tiene un estante con todas Las aventuras de Tintín encuadernadas en lomo de tela.
Y para bonito, el homenaje que le rinden en As leis de Celavella a los conocidísimos cuentos de El Conde Lucanor y Las mil y una noches. Es un juego de intertextualidad, en el que los personajes creen ser reales, no como los protagonistas de las historias.
Yo, que vivo en la ficción, me colé en la biblioteca de Lisa Simpson y tomé prestado Los hermanos Karamázov. Estoy deseando subir al metro, sentarme al lado del moderno y romper el silencio con un «Que quería yo hablarle de Dostoievski».
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