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Las hospederías en Santiago son historia: lugares de convivencia y encuentro donde los estudiantes y peregrinos compartieron cuarto y confidencias. Viví durante mi primer año en la universidad en una residencia de señoritas de la calle Orfas. Los martes eran sagrados; en la tele pasaban la serie de la agitada familia Ewing, Dallas (1978-1991), y en el televisor único del salón treinta chicas buscábamos sitio en el sofá del rancho para comentar los lingotazos de Sue Ellen, Linda Gray, y las canalladas de J.R., Harry Lagman. A menudo paso por delante del portal y pienso en la suerte de aquellas universitarias llegadas de toda Galicia de las que apenas recuerdo su cara de mayoría de edad recién cumplida.
Aquel otoño estrené compañeros, abrigo y también ciudad. Paseaba por la zona vieja, como hoy por los lugares que visito, admirando cada calle, y frecuentaba el bar Azul donde sabía que Moncho y Guillermo, siempre detrás del mostrador, me acogerían. El primer fin de semana compostelano que salí temprano a pasear por la gran caja de piedras me llamó la atención la imponente placa de la fachada de una casa destartalada. A la hora del vermú en el Azul, que compartí con la periodista Isabel Bugallal y con el poeta Lois Pereiro, la bauticé, mezclando nombres, como La casa de Lugín. Lois encendió un pitillo y colocó cada nombre en su sitio: La casa de la Troya fue una pensión de estudiantes sobre la que Pérez Lugín había escrito una novelita en 1915. La Bugallal, entre risas, apuntó que también habían rodado una versión del libro, con Arturo Fernández de protagonista. La película, esa y otras que se filmaron antes, tardé años en verlas; el libro de Pérez Lugín, que a Lois y a Isabel tanto les extrañó que yo no conociese, cayó en mis manos esa misma tarde.
Ambientada en la Compostela universitaria de finales del siglo XIX, cuenta las juergas de unos estudiantes, tunos y tunantes, que viven en la misma pensión, aderezadas con el romance de uno de ellos, Gerardo Roquer, con Carmiña de Castro, la única que pone un poco de cordura en tanta fiesta. Fue un éxito inmediato que disparó entonces la popularidad de la Universidad compostelana, la única en Galicia.
El dramaturgo Manuel Linares Rivas, amigo de Lugín, adaptó la obra para los escenarios. Del estreno, en 1919, en el Teatro de la Comedia de Madrid, en cuyo patio de butacas se sentó Emilia Pardo Bazán, cuentan las crónicas que fue un triunfo rotundo.
El propio Lugín, asociado con el director y guionista Manuel Noriega, rueda una versión homónima, en 1925, con la estrella del cine mudo Carmen Viance en el papel de Carmiña. La película, recuperada por el Centro Galego de Artes da Imaxe, es un testimonio histórico del país y del comportamiento -para el que no tengo palabras- de los hombres de la época.
In Gay Madrid (1930), traducida como Estudiantina, del americano Robert Z. Leonard, adapta la novela al cine en clave de musical. Acabo de descubrirla: una opereta con Dorothy Jordan como Carmina y el actor mexicano Ramón Novarro como un Ricardo playboy. La caracterización de los personajes, con sombreros toreritos y peinetas de medio metro, habla del estereotipo de España para la Metro-Goldwyn-Mayer en este folletín situado en una Compostela que el estudio retrata como una aldea.
Prudencia Grifell, lucense de nacimiento, es doña Generosa, la patrona de la pensión, en la versión mexicana de Carlos Orellana, de 1947. Una actriz de teatro y revista olvidada por nosotros, que triunfó en los escenarios de Venezuela y Cuba y encabezó telenovelas en México, donde la recuerdan con mucho cariño. El reparto gallego se completa con la hija de Prudencia, Maruja Grifell, y el galán vigués Manolo Fábregas. Manolo, también productor y empresario, invertía sus ganancias en montar en México los musicales que conquistaban Broadway. El centro teatral que fundó, de referencia en Ciudad de México, todavía lleva su nombre. Pero el protagonista de la cinta es el guapo más popular de entonces, Armando Calvo, quien crea un Gerardo tan melodramático que arrastra el tono de toda la película.
Rafael Gil rodó la historia en 1959 con un reparto encabezado por Arturo Fernández, quien le da al personaje un punto burgués y altivo, como a todos los que interpretó. Y tenía razón Isabel Bugallal: el filme retrata bonita la ciudad, pero carece de encanto, del que seguro tuvo aquel edificio al que llamé La casa de Lugín durante un rato, hasta la hora de uno de esos vermús que alimentan y nunca se olvidan. «Ey, Carballeira!!!».
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