El asesinato que acabó con la amistad de Hemingway y Dos Passos

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El asesinato nunca aclarado del intelectual José Robles por agentes de Stalin en 1936 provocó la ruptura más sonada de la literatura internacional. La fraternal amistad de Hemingway y Dos Passos, amigos de Robles, se convertiría en inquina por este oscuro episodio de la guerra civil. Robles había dejado en 1936 su plaza en la Universidad John Hopkins de Nueva York para defender la República y fue el hombre de confianza del legendario general Gorev que evitó la caída de Madrid y sería también liquidado al volver a Moscú.

1938. Mientras la Guerra Civil española camina inexorablemente hacia la derrota de un Frente Popular republicano con la que Hemingway se había comprometido en sus inicios, el escritor comienza a escribir en Cayo Hueso una novela sobre la contienda que conmovió el mundo como antesala de la II Guerra Mundial. Hemingway tiene en mente una historia real con la que está obsesionado: el oscuro asesinato del intelectual izquierdista gallego José Robles en zona republicana. Escribe cien páginas, pero acaba por arrepentirse. Las rompe y las arroja a la papelera. En su lugar, empieza otra historia, una historia de ficción, que se convertirá en la más célebre visión de la guerra española: Por quién doblan las campanas. Esa es la propuesta del thriller histórico publicado por el escritor estadounidense Michael Atkinson, titulado Hemingway cutthroat, a mistery (2010), en el que supuestamente narra la verdadera y sórdida historia que Hemingway dejó en el tintero.

Atkinson convierte a Hemingway en una suerte de detective arquetípico de la novela negra, al estilo de Sam Spade o Phillip Marlowe, que rastrea en el Madrid cercado de la Guerra Civil pistas que lo conduzcan al autor de la muerte de su amigo, el compostelano José Robles Pazos, intelectual idealista a quien conoció en sus años de profesor en la Universidad John Hopkins de Nueva York y convertido en la guerra en el principal asesor del general soviético Gorev, el hombre que evitó la caída de Madrid en 1937. El Madrid en el que un Hemingway cínico, violento y mujeriego se maneja como Humphrey Bogart en El halcón maltés, es una ciudad que vive frenéticamente cada momento como si fuera el último. Y por la que desfilan, en medio de toda suerte de aventureros, personajes reales como el actor Errol Flynn, metido a revolucionario trotskista, o escritores comprometidos cómo John Dos Passos y George Orwell, que acabarán desencantándose de la realpolitik soviética.

A pesar de dedicar toda la novela al esclarecimiento del asesinato del gallego José Robles, quizás el episodio más incómodo y olvidado históricamente por los intelectuales antifascistas, Atkinson insinúa al principio la autoría de los servicios secretos de Stalin, pero acaba decantándose por un inverosímil final de ficción en el que Hemingway averigua que el asesino es uno topo franquista que, según descubre Robles, retiró la artillería antiaérea de Guernica para permitir su destrucción por la Legión Cóndor.

La polémica histórica que se formuló en estos últimos años, tras décadas de silencio, sobre las razones del asesinato en 1937 de José Robles, enlace de la Internacional Comunista en la Guerra Civil, es mucho más amarga. El enigmático episodio, que provocó la ruptura de la gran amistad que se profesaban los colosos literarios Hemingway y Dos Passos, inspiró ya, sin contar este último abordaje novelesco de Atkinson, dos libros sobre esta muerte oscura. Sus autores, el escritor español Ignacio Martínez de Pisón (Enterrar a los muertos, 2005) y el neoyorquino Stephen Koch (The breaking point. Hemingway, Dos Passos and the murder of Robles, 2006, traducido al castellano por Galaxia Gutemberg), llegan desde puntos distintos a la misma conclusión: fue asesinado por orden de Stalin.

1936, apenas unos meses después de la explosión de la Guerra Civil española. Las tropas de Franco alcanzan la ribera del Manzanares y la caída de un Madrid implacablemente bombardeado parece inminente cuando el agregado militar norteamericano en España acude al Ministerio de la Guerra. Pretende hablar con Vladimir Gorev, el general más joven y brillante del Ejército Rojo, enviado a España por Stalin, pero es recibido por su hombre de confianza, José Robles Pazos, un jovial e ilustrado teniente coronel que siempre viste de paisano, para disgusto de André Marty, el controvertido líder de las Brigadas Internacionales.

Robles Pazos, un intelectual cosmopolita nacido en Santiago de Compostela, era un ferviente republicano pese a proceder de una familia monárquica conservadora –su hermano Ramón llegaría a ser teniente general durante el franquismo–, que nunca quiso con todo militar en ningún grupo político. El hombre que tradujo Manhattan Transfer y que mantuvo una gran amistad con su autor, John Dos Passos, y con Ernest Hemingway, los dos escritores más influentes en la época, tenía un sincero y desinteresado compromiso con la causa republicana. La guerra lo sorprende en España durante unas vacaciones y renuncia a volver a la seguridad de su puesto en la universidad John Hopkins de Nueva York, incluso cuando el gobierno republicano decide abandonar el Madrid asediado para refugiarse en Valencia. Cuando se entrevista con el agregado militar estadounidense –que le reitera la conveniencia de regresar la Nueva York– Robles ignora que sus días están contados y que su asesinato provocará una de las polémicas más viscerales que incendiaron la literatura mundial.

Aunque nacido en Santiago, Robles se crio en Madrid, donde su padre, traductor ocasional de poesía gallega, trabajaba como archivero. Dos Passos, el novelista norteamericano de origen portugués, con el que mantuvo una fraternal amistad, lo describe en The Best Times (Los años inolvidables), como «un excelente conversador, irónico y mordaz». Pazos es admitido en los años 20 cómo profesor de la Universidad John Hopkins de Nueva York, la «nueva Babylon» en la que Dos Passos y, en menor medida, Hemingway, serán sus cicerones. Dos Passos supo a través de Robles de la genialidad de Valle Inclán, por lo que expresó admiración en una carta datada en 1926 –le entusiasmaba especialmente Los cuernos de don Friolera–, y el compostelano compartió con el célebre amigo sus mordaces reflexiones sobre su desembarco como guionista en Hollywood. «No valía la pena pasar los días elaborando idioteces para Marlene Dietrich», le escribió en una carta a propósito de su trabajo en The devil is a woman, de Von Sternberg.

Dos Passos –al que la muerte de Robles apartaría de sus convicciones comunistas– era entonces un joven radical hasta la médula. Formó parte del comité que defendió en Chicago a los anarquistas Sacco y Vanzetti, cuya ejecución en 1927 tachó de asesinato, y en 1928 publicó El visado ruso, tras un viaje a la URSS en el que expresó sus simpatías por la revolución soviética. La preocupación de Dos Passos por la República española lo llevó en 1936 a proponer la creación de una agencia de noticias independiente sobre la guerra para presionar la Roosevelt a vender armas a los republicanos. Frustrado este proyecto, el novelista concibió la idea de rodar un documental que le mostrara al mundo el sufrimiento del pueblo español, para lo cual se asoció con Hemingway. Tierra española se estrenaría con todo con unos créditos en los que ya no figuraba el nombre de Dos Passos, desencantado por el asesinato de su amigo.

Francisco Ayala recuerda en sus memorias la primera noticia alarmante sobre la misteriosa desaparición de José Robles, que en diciembre del 36 prestaba en Valencia sus servicios en el Ministerio de la Guerra y en la embajada soviética. Una tarde faltó a la tertulia del Ideal Room, a la que asistían entre otros Alberti, Rosa Chacel o Alfaro Siqueiros. Nunca lo volvieron a ver. Más tarde se supo que un grupo de hombres había irrumpido de noche en su casa. La mujer de Robles, la artista Márgara Illegas, movilizó desesperadamente sus amigos intelectuales, pero cuando menos uno de ellos, Rafael Alberti, de los más influyentes a la sazón, le dio la espalda. El gallego Eugenio Granell, uno de los referentes del movimiento surrealista, firmó en 1977 un ácido artículo en el que reprochaba a Alberti su silencio ante los asesinatos del estalinismo, entre ellos «el del profesor Robles, ordenado por los rusos». Solo en un posterior libro de conversaciones hablaría Alberti del caso Robles. Según el poeta gaditano, no hubo manera de defenderlo: «Decían que estaba probado que Robles era un espía y lo fusilaron». Todo se subordinaba de aquella a un eslogan: «Primero, ganar la guerra», explica Martínez de Pisón. «Se decía que difundir las miserias del bando republicano era darle cartuchos al enemigo. La izquierda renunció en el caso Robles a la verdad y ese dilema moral sería lo que enfrentaría la De los Pasos con Hemingway», considera el escritor.

El motivo por lo que liquidaron la Robles es aún objeto de discusión. Parece probado que su muerte se produjo tras ser interrogado en las checas de la NKVD, germen del KGB, y que en la decisión de matarlo se implicó personalmente Alexander Orlov –el agente que reclutó a Kim Philby en Cambridge–, jefe de la red del espionaje soviético en España. La hipótesis más extendida es que Robles, por su trabajo como asesor de los soviéticos, sabía demasiado y pudo cometer alguna indiscreción sobre los planes para aplastar las milicias de la CNT y el POUM que no acataban la disciplina del Partido Comunista. Martínez de Pisón argumenta otra explicación más perversa: la sorda pugna entre los militares soviéticos enviados a España y la propia NKVD. Stalin recelaba de la posible contaminación ideológica de aquellos generales rusos que habían combatido en España junto a trotskistas, anarquistas y republicanos. Y especialmente de uno de ellos, idolatrado por las tropas republicanas y el pueblo madrileño durante el asedio fascista a la capital: Vladimir Gorev, el jefe de Robles. Gorev, a lo que muchos historiadores consideran el auténtico salvador de Madrid al inicio de la contienda, fue fusilado por Stalin nada más pisar Moscú a su regreso de España y el principal argumento fue que su hombre de confianza, el gallego Robles Pazos, era uno desnudaba. «La Robles no lo fusilaron por traidor, lo fusilaron para hacer de él un traidor», afirma Pisón.

Dos Passos, embarcado con Hemingway en las tareas de ayuda internacional a la República, remueve Roma con Santiago cuando se entera del acontecido con su amigo compostelano. Pide explicaciones en todas partes, pero sólo obtiene silencio. Finalmente, un amigo vinculado al contraespionaje le revela que Robles fue ejecutado dentro de la misma embajada soviética. La insistencia de Dos Passos irrita a Hemingway, que piensa que una vida, aunque fuese arrebatada injustamente, no puede compararse con la titánica epopeya de la guerra. La ruptura entre ambos amigos tiene lugar tras una visita al frente, en la que ambos aparecen juntos por última vez en una fotografía, en compañía del mítico general Walter, que en la II Guerra Mundial caería en Varsovia justo después de liberarla de los nazis. Dos Passos decide abandonar España y Hemingway lo tacha de cobarde. A Dos Passos lo decepciona la escasa sensibilidad que Hemingway demostraba por el dolor humano. «Dos Passos sufrió, no solo por el destino de su amigo, sino por la actitud de cierta gente que tomaba la guerra como un deporte», escribirá Josephine Herbst, amiga de ambos.

El fantasma de Robles habitará desde entonces las obras de ambos escritores, que no dejarán de atacarse por eso hasta el último aliento de sus vidas. Si Hemingway en A moveable feast (París era una fiesta), publicada tres años después de su suicidio, incluye un despiadado retrato de John Dos Passos, en la obra de su antigo amigo Century’s Ebb, publicada también póstumamente, se recrean episodios que tienen a Hemingway como poco agraciado protagonista. Dos Passos no abandonó sin embargo a los Robles. Un cheque suyo le permitió a su mujer Márgara y a su hija Miggie –que murió hace pocos años en Sevilla, donde residía– evitar los campos de concentración al final de la guerra y marchar a los Estados Unidos. También intercedió para que el hijo de Robles, Coco, llegara a México en 1947, tras pasar varios años en las cárceles franquistas.

Pasados los años, la traducción que Robles Pazos hizo de Manhattan Transfer siguió siendo la referencia en español de una de las obras más influentes, aunque su autoría sufriera un destino paralelo al de su trágica existencia. En 1980 le mutilaron el según apellido, para acabar en las reediciones posteriores a 1984 convertido por error en José Robles Piquer, confundiéndolo con el cuñado de Manuel Fraga, que ocupó altos cargos en la administración franquista. Una última burla del destino hacia la memoria del «más derrotado de los derrotados», como concluye Martínez de Pisón en las últimas líneas de su libro.

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