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Me gano la vida con el bilingüismo. Desde hace más de 20 años me dedico a escribir, traducir y corregir libros de texto de educación bilingüe para las escuelas públicas de los Estados Unidos. Gracias a que la educación pública corre a cargo de los estados y no del gobierno federal, en numerosas ‘regiones’ de ese país, el castellano forma parte del diseño curricular que se imparte en la educación pública. He trabajado en programas de lectura, geografía e historia, matemáticas y ciencias para Texas, California, Arizona, Nueva York, Nuevo México, etc. Los lugares donde conviven más hispanoablantes son los que más potencian la educación bilingüe. Sin embargo, no siempre ha sido así. Durante los años cincuenta se educaba solamente en inglés. Los hijos de mi tío de Nueva York, por ejemplo, que emigró a ese país en los años 20, nunca aprendieron castellano, porque su padre insistió, como el resto de aquella sociedad, en imponer una sola lengua. A su entender, hablar un único idioma les beneficiaría a la hora de evitar el racismo y la xenofobia rampante contra los hispanos.
A pesar de la evolución de la sociedad y la educación, cuando hace unos años John Kerry se postuló para presidente del país, los republicanos más obtusos lo «acusaron» de hablar francés. Ser bilingüe para esos cafres era un defecto, una desventaja y casi una traición al idioma más usado en uno de los pocos países del mundo que no tiene idioma oficial. El inglés no es la lengua oficial de los Estados Unidos. El americano convive con cientos de otros idiomas. En el estado de Nueva York se hablan alrededor de 800 lenguas, solo en el barrio de Queens se hablan unas 160, que de ningún modo suponen una amenaza para el status quo del inglés.
Es más, todas estas lenguas conviven de igual manera que lo hacen sus distintos hablantes. Cuando hay elecciones en el estado de Nueva York, las instrucciones de voto están explicadas en, al menos, inglés, castellano, chino y coreano. Dependiendo del barrio también se traducen a árabe, urdú, griego, polaco, tagalo, italiano, yidis y albano. Algo parecido sucede en Berlín, donde el idioma turco es en la capital alemana, lo que el castellano en los EE.UU. Y lo mismo ocurre en España, donde se hablan cuatro lenguas: castellano, gallego, catalán y euskera. Los beneficios de la convivencia entre idiomas deberían ser algo tan obvio en el siglo XXI, que solo la ambición política de un radicalismo extremo puede explicar el porqué se insiste en imponer un idioma sobre otro. Durante el siglo XIX los estadounidenses prohibieron las lenguas indígenas. Entonces el objetivo era acabar con la cultura de los indígenas norteamericanos.
A mí me gustaría preguntarles a esos señores de la derecha que me aclaren ¿cuál es el objetivo de que el castellano sea el único idioma en España? Entender este asunto me resulta imposible. Entender que una lengua esté amenazada porque se hablen muchas otras, tiene tanto sentido como tener miedo de que la esgrima termine imponiéndose al fútbol, el ajedrez al tenis, la homosexualidad a la heterosexualidad o la filosofía a las matemáticas. Como tantas polémicas a la «española», esto de arremeter contra el bilingüismo del país, no tiene ni pies ni cabeza. Es más, querer imponer la ignorancia debería tipificarse como delito.
El bilingüismo no solo me da de comer, sino que me ha abierto dos universos. No solo por ayudarme a comprender de verdad la cultura de un lugar, sino por poder leer a autores en el idioma original. Aprender idiomas no debería ser una opción, sino una obligación. Todo este sinsentido sobre el miedo al bilingüismo me recordó las palabras de Paul Celan. «El lenguaje es lo único que permanece alcanzable entre todo lo que se pierde». Este escritor hablaba hebreo, alemán, francés, rumano y ruso, pero escribió siempre en alemán.
Había nacido en lo que ahora es Chernivtsi, Ucrania, pero que en 1920 era parte de Rumanía, luego fue de Rusia y luego de Alemania. Celan creció hablando alemán porque su madre amaba ese idioma e insistió en que fuera la lengua materna de su hijo. Años más tarde, Rusia invadió la ciudad y luego el 6 de julio de 1941 los nazis se la quitaron a los rusos. Entre el gobierno colaborador rumano y los nazis eliminaron a unos 700 judíos en tres días. Para el mes de agosto habían asesinado a 3.000. Organizaron un gueto para los que quedaban y poco a poco los fueron transportando a campos de exterminio. Los padres de Celan murieron en campos separados.
El joven que entonces aún se apellidaba Antschel, terminó en otro campo de trabajo y sobrevivió lo impensable. Años más tarde no solo se enamoraría de la poeta austriaca Ingeborg Bachmann, hija de un funcionario nazi, sino que durante toda su vida que, hasta su suicidio en 1970, pasó en París, escribiría únicamente en alemán. Cuando una vez le preguntaron cómo podía escribir en ese idioma, después de haber vivido el Holocausto, Celan dijo: «Solo en la lengua materna, se puede hablar la propia verdad».
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