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Aquel verano mis padres decidieron que pasaríamos el mes de agosto en Estepona. Subimos al coche en Vigo, los cinco de la familia, cuando aún no conocíamos la palabra autopista. Entonces el aire acondicionado en los utilitarios también estaba por llegar, pero sí tenían calefacción: la de nuestro Renault 6 se encendió sola a los 10 minutos de arrancar y nos acompañó ya todo el camino. Como soy la pequeña me empaquetaban siempre el asiento del medio, atrás, donde la corriente cruzada de las cuatro ventanillas abiertas me enmarañaba el pelo. Dos días después pisamos Estepona y lo primero que vi fue una tijera de pescado y, a los cinco minutos, tapizando el suelo, lo que quedaba de mi melena enredada. Me pasé media semana enfurruñada con mis hermanos por no haberme cambiado el sitio en el viaje, para desgracia de las greñas. Recordé la anécdota al ver Un día de furia (1993): en un atasco, el día más caliente del año, falla el aire acondicionado y a Michael Douglas se le encienden mil sentimientos agresivos. Comprendí, como en la historia de Joel Schumacher, que la insolidaridad y el calor trastornan.
Que el termómetro pida tregua es un recurso perfecto para aumentar la tensión. El cine crea atmósferas caldeadas, tan irrespirables que traspasan la pantalla y hacen crecer la percepción asfixiante de personajes sin escapatoria. Con el cine negro aprendimos que la cruz de un ventilador girando anuncia tormenta narrativa: el aire acondicionado mató un icono cargado de simbología.
John Huston presenta en Cayo Largo (1948) a Johnny Rocco, jefe de una banda de gánsteres, con un retrato que impacta: dentro de la bañera, fumándose un puro, vaso y periódico en las manos. Completa el plano destacando un ventilador como ideograma del mal, mientras en el exterior un huracán -que multiplica alegóricamente la fuerza de la rotación de las aspas- es clave para subrayar la derrota del personaje interpretado por Edward G. Robinson.
Imposible olvidar el ventilador de techo que tiene absorta a Janet Leight, tumbada sobre la cama de una pensión en Sed de mal (1958). O el de Un tranvía llamado deseo (1951), con el gesto icónico de Marlon Brandon frotándose la nuca, molesto por el aire frío del aparato, mientras va creciendo la tensión de la trama.
La claustrofobia envuelve la deliberación del jurado de Doce hombres sin piedad (1957). Los espectadores masticamos el ambiente espeso, tenso, y las angustias íntimas de los personajes, en una sensación de asfixia que se hace cada vez mayor porque el ventilador de la sala no funciona. Hasta que en la calle rompe la tormenta y los protagonistas olvidan su ahogo y cambian radicalmente sus posiciones sobre la culpabilidad o inocencia del acusado: una preciosa metáfora que eleva a lo más alto este formidable drama judicial de Sidney Lumet.
En Apocalypse Now (1977) Francis Ford Coppola también carga de simbolismo un ventilador para presentarnos al capitán Willard. En una elipsis magistral, de una enorme fuerza narrativa, las hélices de uno de los helicópteros del ejército estadounidense que calcinan la selva vietnamita se transforman en las aspas del ventilador de techo que gira, con el sonido de fondo del rotor de las aeronaves, en un cuarto en Saigón donde Willard delira tumbado, sudoroso, angustiado.
Alan Parker recrea en El corazón del ángel (1978) una atmósfera de habitaciones con ventiladores que cambian de dirección, avanzan o se estancan, como las investigaciones del detective Harry Angel. Lejos de aliviar la tensión de las escenas, acentúan los tormentos del alma del protagonista y nuestra angustia como espectadores.
Visualmente impactantes son los enormes ventiladores, programados para obedecer órdenes de voz, de Blade Runner (1982), la anticipación de Ridley Scott de un 2019 destartalado. Presiden, sin que podamos ignoralos en ningún momento, inquietantes, el interrogatorio de Kowalski, el primer replicante que conocemos.
Las altas temperaturas no casan con la creación, cuesta concentrarse. Ahora mismo me siento como John Turturro en Barton Fink (1991), sentado frente a la máquina de escribir, con el papel en blanco y la mirada perdida entre las palas que apenas soplan un poco de alivio. En Madrid el calor es asfixiante, un infierno en el que todo se despega igual que el papel pintado del cuarto de Barton. Miro el ventilador con complicidad: es el protagonista absoluto de esta tarde.
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