Un Torrente de gozos

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Cada día que entraba en la librería me recibía con una sonrisa. A veces solo iba a respirar el papel de los libros, mirar portadas bonitas o aprender títulos fascinantes que luego soñaba haber inventado. Él lo sabía. Yo era una adolescente curiosa sin un duro; Antón Patiño Regueira, el librero que me ponía cuentos en las manos desde que yo era niña. El día que cumplí los diez me regaló un volumen de la colección Puck, cabecita loca… pero gran corazón que conservo, con enorme cariño, como un tesoro, y desde ese cumpleaños consideré alta traición visitar otras librerías.

Aquella tarde —a saber quién me había dado el dinero— fui con la idea de llevarme un libro con el que estrenar la nueva balda de madera de mi cuarto. No me valía un título cualquiera: era una inauguración y en aquel estante sólo vivirían los «libros para siempre». Puedo imaginar con toda claridad la turra que le di a don Antón con la balda más importante para los libros más importantes del mundo, porque él enseguida comprendió que lo perfecto para una ceremonia de tanta «transcendencia» no podía ser sino La saga/fuga de J.B. de Torrente Ballester. Y sin duda acertó.

Llevo décadas esperando que J.B. salpique de retranca el cine de Castroforte de Baralla y nos emborrache a todos, pero nadie se ha atrevido aún a dar vida en la pantalla a la Saga/fuga de don Gonzalo.

Torrente disfrutó el éxito en el cine de la mano de Imanol Uribe, iluminado en su Crónica del Rey pasmado (1991), donde brillan los talentosos Gabino Diego y, cómo no, don Fernando (siempre Fernan-Gómez, siempre espléndido).

El profesor ya había escuchado en las salas las voces de sus personajes. Fue guionista en varias películas; la primera de ellas, Llegada de noche (1949), de José Antonio Nieves Conde. Una de misterio, que decían en la época. Es evidente que al director le gustaron los diálogos del novelista, porque repitieron en Surcos (1951), un film tan popular como polémico. La miseria, el desarraigo y el éxodo rural no eran temas precisamente amables en el cine de aquellos años, y el guion tuvo que torear con la iglesia y la censura.

La colaboración continuó en una de las cinco historias de temática fantástica que se cuentan en El cerco del diablo (1952) —en cuyos créditos aparece también Camilo José Cela—, y finalizó con el rodaje de Rebeldía (1953), cinta que no ahorra ironía en los diálogos.

El mayor éxito de la obra de Torrente Ballester en la pantalla —en este caso, en la pequeña— fue Los gozos y las sombras (1982), de Rafael Moreno. La serie, emitida en la televisión única de entonces, cuenta los cambios sociales de Pueblanueva del Conde durante los anos anteriores a la Guerra Civil, y sobre todo retrata Galicia a través de los habitantes de una villa marinera inventada que tiene algo de Bueu, Marín y Pontevedra. Trece capítulos, revisados por este gran arquitecto de historias, que desbordan pasión. Aunque menos que en el papel: «En la novela había mucho más erotismo», aseguró siempre el escritor.

Torrente Ballester con Carlos Casares.

En esa época me pasé meses suplicándole a Carlos Casares y a Xesús Alonso Montero que me diesen el regalo de conocer a Torrente, aunque que solo fuese saludarlo, simplemente apretar su mano. Una mañana Casares me llevó a recoger a don Gonzalo para acompañarlos a una tertulia de café en Baiona. Con una única condición: «No traigas ningún libro para que te lo firme. Me da reparo: ya no ve y no le gusta». Cumplí mordiéndome el labio. Me concentré tanto en que no se escapase el tiempo a su lado, que no me salían las palabras. Entonces el novelista solo veía a las personas a través de su respiración. Sus ojos ya estaban cansados, pero decidió que quería escuchar otro día más mi latido acelerado. A lo largo de los años coincidimos varias veces. En una de ellas, incitada por Casares, le conté la historia de la inauguración de la balda de madera sobre el cabecero de mi cama. El gesto que se le escapó lo sentí como de traviesa satisfacción. «La próxima vez que nos juntemos traiga esa Saga/fuga, que se la firmo», dijo. Con los dedos, a escondidas de don Gonzalo, le hice a Casares la señal de la victoria.

Nunca volví a ver a Torrente Ballester.

También perdí la ocasión de ir a buscar a Antón Patiño y contarle que «casi casi» tengo La saga/fuga de J.B. firmada. Seguro que sonreiría.

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