Exposicións en 48 polgadas

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Me he comprado una tele nueva. Ahora siento que el mundo atraviesa el cristal y forma parte de mi salón. Cada vez que un presentador saluda en la pantalla le contesto educadamente, de lo reales que le veo las espinillas. Llego a tener colgados, dentro de la caja mágica, los mejores originales de arte de todo el mundo. Me da igual el museo que la custodie: durante unos segundos, a veces horas, con el LED nuevo –una maravilla de grande– disfruto en casa de la obra maestra que se me antoje.

La imaginación a veces te juega malas pasadas. Ir al Louvre y plantarse delante de la Gioconda defrauda a tantos que fantasearon con un lienzo mucho más grande. A mí me avisaron, sabía que la Mona Lisa era pequeña, pero esta semana ha crecido hasta las 48 pulgadas en El Código Da Vinci (2006), de Ron Howard. Nunca la había visto con tanto detalle.

El cine visita las pinacotecas y galerías con asiduidad. La narrativa de Alfred Hitchcock nos llevó de la mano de James Stewart al museo Legión de Honor de San Francisco, donde contemplamos, a través de los ojos del detective Ferguson, el retrato de Carlota Valdés peinada con el mismo moño que el de una Kim Novak extasiada ante la pintura de su bisabuela. Vértigo (1958) es mucho más que suspense: los retratos psicológicos de los personajes tienen alma.

«El Museo del Prado es más importante para España que la monarquía y la república juntas». Estas rotundas palabras de Manuel Azaña sugirieron a Antonio Mercero La hora de los valientes (1998), filme en el que conviven la amargura de la guerra civil con la ternura, la tristeza de la miseria con la belleza. Mercero relata la historia de un anarquista vigilante en el Prado durante el Madrid sitiado, que se lleva a casa el Autorretrato de Goya para protegerlo hasta que acabe el conflicto. La cinta tiene verdad, emoción y un Goya –en este caso, de cine– para Adriana Ozores.

En El secreto de Thomas Crown (1999) paseamos por el Metropolitano de Nova York, de donde un millonario aburrido de la vida que lleva, Pierce Brosnan, decide robar el cuadro de Monet San Giorgio Maggiore durante el crepúsculo. Aunque la verdadera protagonista de la película es otra pintura, El hijo del hombre de Magritte.

Woody Allen va por los museos enmarcando los cuadros con diálogos inteligentes. En Sueños de un seductor (1972), durante la escena en la que, junto a Diana Davila, admira un Pollock en el Museo de Arte Contemporáneo de San Francisco, el talento de las frases produce envidia. O en Manhattan (1979): el encuentro en el Metropolitan entre Isaac Davis y Tracy (el propio Allen y Mariel Hemingway) con Yale y Mary (Michael Murphy y Diane Keaton) desemboca en una crítica brutal que Davis sentencia con la frase «No me gusta la basura pseudointelectual». Genial.

En The Monuments Men (2014) es una pena que George Clooney no exprima un suceso real tan interesante: la operación que emprende una pequeña unidad internacional de expertos en arte para rescatar los cuadros robados por el Tercer Reich durante la Segunda Guerra Mundial. La exposición de actores como Matt Damon, John Goodman, Bill Murray o Cate Blanchett acaba siendo en el filme más importante que el Retablo de Gante de Van Eyck o El astrónomo de Vermeer.

La película sueca The Square (2017) es una comedia negra delirante y un magnífico reclamo para ver cine nórdico actual. Un museo de arte contemporáneo de Estocolmo sirve de escenario a esta cinta sarcástica hasta la médula donde brillan Claes Bang y Elisabeth Moss, sensacional en el registro cómico.

Hoy colgué en la pared imaginaria A derradeira leición do mestre (1945), una de las obras más simbólicas y reconocidas de Castelao. La película que montó Núñez Feijóo sobre el significado del óleo bien merece un aparte. En el discurso que pronunció el día de la llegada de la obra al Gaiás, tras un exilio de 70 años en el Centro Gallego de Buenos Aires, el presidente no reparó en el verdadero alcance de la representación de los dos muchachos conmovidos ante el cuerpo del maestro fusilado. Obvió las intenciones del artista y pasó por alto la historia. Parece que Feijóo también necesita una televisión de 48 pulgadas.

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