Una roca alegre

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Durante este año de pandemia hablé mucho con mi perro, hasta que un día me cansé de sus enigmáticas respuestas y me puse a escribir. Escribí tantas páginas que se convirtieron en una novela que después de un tiempo salió por la ventana y me dejó de nuevo sola con el can. Entonces me di cuenta de que los dos teníamos la cabeza vacía, con la diferencia de que a mí todo me aburría. Se me ocurrió que el mejor remedio para una desidia tan hueca era hacer como él, no hacer nada.

Tanta ligereza cerebral hace que me cueste mantener los pies en la tierra y pensar con claridad. Por eso he decidido que lo mejor es tumbarse o sentarse como una roca en la playa y dejar que me crezcan moluscos y que me acaricien los elementos. Es más, creo que seré un peñasco de monte, de esos verduscos, blancos y amarillentos que siempre están jugando contentos al borde de un precipicio. Un menhir mítico donde hace cientos de años las gentes se juntaban a merendar, a celebrar sacrificios, hacer reuniones clandestinas, urdir revoluciones, hacer fusilamientos, mirar puestas de sol o hacer el amor con la esposa de tu mejor amigo.

Cuando vivía en otro continente y me daba por no hacer nada, no lo conseguía porque me despistaba y acababa leyendo lo que, con la distancia, me parecían las noticias de una España alegre, que siempre tenía primicias progresistas, diversas y constructivas. Pero ahora que vivo en el mismo continente, las novedades del reino español son tan subjetivas que me confunden, empalagan y me parece que siempre estoy leyendo lo mismo que se repite incesante en la mayoría de los medios, igual que si estuviera atrapada en El día de la marmota, esa gran película de Bill Murray.

Por eso me entra una pereza tremenda y me da por no hacer nada. Cuando no hago nada se me ocurren cosas raras. Por ejemplo: pienso que, si pudiera no ser humana, sería piedra, una bien grande y feliz. No un pedrusco de Congreso que le cabe en la mano a cualquier imbécil. Sería una roca celta de las que se formaron con los dinosaurios, no un monolito traicionero de esos que se dejan caer de un golpe sobre un grupo de republicanos biempensantes, con la excusa de que me empujó un vendaval. No. Sería una roca sólida y generosa con espacio suficiente para acoger a miles de familias de bicharracos y vegetaciones diversas, de lenguas distintas, colores luminosos, olores increíbles y, en fin, un pequeño universo autorregulado por la misma flora y fauna que me ocupase.

Mientras intento no hacer nada, pienso que me encantaría ser una roca donde las cucarachas pudieran convivir con las hormigas y las cigarras. Un megalito del pasado que llegase hasta el presente y al futuro, donde hasta las alimañas y bichos supieran convivir con entusiasmo, vinieran las parejas a amarse después de votar y a pintarme murales de colores bonitos como una bandera republicana. No sería una piedra esculpida, ni un pedestal mitológico como ese del kilómetro cero, la nulidad absoluta, donde se alza el oso y el madroño en el que parece que, aunque no hagamos nada, nunca nos hartamos de tropezar.

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