La máquina de coser y la bola de cristal

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El programa de hoy
eres para gente como tú y como yo.
En el deben saber quién soy,
alguien filmó mis sueños
en la televisión.
Sueños en televisión. Santiago Auserón.

Si Rilke tenía razón y la patria de una persona es su infancia, en mi caso, la capital de aquella patria fue, sin duda, el cuarto de coser de mi madre. Allí era donde ella pasaba horas y más horas pedaleando en su máquina Singher, que era como lo pronunciábamos todos (luego llegó Marc Singer, el Mike Donovan de V, y eso ya lo decíamos bien; algo así como lo de Kirk Douglas y su hijo Maiquel Daglas).

En las tardes eternas de la infancia, el constante tacatacataca del pedal y de la aguja servían de fondo a las batallas entre indios y vaqueros, romanos contra viquingos –mi rigor histórico era uno poco como el de Vox– o nazis versus aliados; soldados de plástico que invadían la parte del cuarto que no estaba ya ocupada por las bolsas llenas de ropa que la subcontrata del futuro gigante textil con sede en Sabón pagaba a unas pocas pesetas por pieza. El tiempo traería el zumbido de un motor para jubilar aquel pedal, pero yo siempre atribuí al tacatacataca el desgaste de cadera que, con los años, incapacitó mi madre para seguir trabajando y hoy hace que sea toda una odisea algo tan sencillo como atarse los zapatos.

En aquel cuarto había siempre otro sonido incesante que competía con el de la Singher: el de la radio, una radio que yo normalmente oía pero no escuchaba, mucho más pendiente de evitar la emboscada en el desfiladero o de frenar toda una división de Panzers. Sin embargo, entre las pocas cosas que recuerdo, está la entrevista con aquella mujer de voz ronca que hablaba del inminente inicio de un programa infantil de televisión que tenía como objetivo tratar sus espectadores no como niños, sino como adultos.

Como a aquel pequeño estratega militar la tele era lo único que le gustaba más que una buena batalla entre guerreros de pvc, declaró unilateralmente una tregua y descubrió que la señora en tela de juicio tenía nombre de señor –Lolo, como uno de los conductores del bus del cole–, que el programa iba a tener secciones con nombres tan prometedores como Los Electroduendes y, tirando por lo alto… ¡que iba a comenzar esa mismo fin de semana!

Así que, como correspondía, ese sábado por la mañana una selección de los mejores luchadores jamás salidos de los sobres de Montaplex me acompañó fuera de su espacio natural para hacernos fuertes en la alfombra del salón. Allí aguardamos hasta que apareció la mítica cabecera, con aquel niño –que podía ser cualquiera de nosotros– colándose en un estudio de televisión donde todo estaba apagado, hasta que la bola de cristal llegó rodando ponerlo suelo…  y ya nada volvió a ser lo mismo.

Bien, algo sí siguió igual. Mientras en la tele la Bruja Avería chillaba aquello de «¡Viva él Mal! ¡Viva él Capital!», de fondo, seguía sonando, incesante, el tacatacataca que llegaba del cuarto de coser.

A Lolo Rico. In memoriam.

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