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No falla: siempre que en una película aparece un lugar reconocible, rebumbio en la sala. Si los protagonistas quedan en la Torre Eiffel, en la fila de adelante uno saca el codo y, sonriendo, le dice al vecino: «París», como si el otro fuese ciego o no estuviese viendo el mismo filme. Esos son los detalles que me gustan cuando veo el cine en comunidad.
Hay directores que echan mano de las postales más «evidentes» para situar la historia; otros recurren literalmente a cuadros, con una sutileza que incluso los hace pasar inadvertidos. La composición y los colores de los pintores nos tocan muy dentro, y los directores de cine y fotografía buscan esa emoción para el espectador. De todos los artistas que inspiraron a realizadores a poner en movimiento sus trazos, Edward Hopper es uno de los que sugirió historias grandes.
La fascinación de Win Wenders por Hopper es reconocible (y reconocida por el propio director). En el interesantísimo libro Los pixels de Cezanne (2015) cuenta que en el rodaje de El amigo americano (1977) cargaba con reproducciones de lienzos del artista neoyorquino, que utilizaba como modelo para sus encuadres. Las radiografías de los personajes y de los espacios desnudos evocan la tristeza a la que nos arrastra la obra de Hopper. El control de Wenders de la luz y del color nos estremece con la recreación de Nighthawks en El final de la violencia (1977). Soberbio.
Hopper sedujo también a Alfred Hitchcock. El desasosiego que transmite el motel de Norman Bates en Psicosis (1960), como el último lugar antes del abismo, es lo que sentimos al ver la House by a railroad, una de las casas apartadas e inquietantes de Hopper. Todas las películas del director están impregnadas del simbolismo de los cuadros del artista: lo mismo nos invita a entrar en las historias a través de una ventana, que usa escaleras para conducirnos del mundo interior de los personajes al exterior, que nos ofrece una mirada externa a la acción para darnos a los espectadores información que desconocen los protagonistas. El director de La ventana indiscreta (1954) sabía de la condena a la soledad a la que Hopper sometía a sus figuras, a las que Hitchcock les robó el alma muchas veces para crear sus personajes.
La melancolía y desazón que contagia Hopper con Summertime cala en Francesca mientas espera a Robert en el porche de la casa. Clint Eastwood retrató a Meryl Streep con la delicadeza del pintor estadounidense en esa secuencia de Los puentes de Madison (1995), película que respira tanta sensibilidad, en el guión y en la estética, que es como una sucesión de cuadros en movimiento.
David Lynch estudió Bellas Artes. Pintaba antes de empezar su carrera como cineasta, de ahí la gran influencia que tienen en él los artistas plásticos. Sus encuadres tan particulares provienen de la habilidad con la que manejaba los pinceles. La serie Twin Peaks (1990 y 2017) destila esa melancólica huella de Hopper en secuencias serenas y turbadoras que anuncian tormenta.
El cine de Pedro Almodóvar tiene una relación explícita con la pintura. En la composición de escenas en La ley del deseo (1987) Hopper también se deja sentir. El director encuadra el faro de Trafalgar desde un ángulo idéntico al de Lighthouse at two lights. Como la perspectiva con la que filma el acantilado: imposible no ligarla a la de Mar de Ongunquit. Y en ese marco Almodóvar traza la secuencia crucial entre Micky Molina y Antonio Banderas.
En el verano de 2012 el museo Thyssen-Bornemisza acogió una estupenda exposición sobre Edward Hopper. Cada lienzo llevaba mi imaginación a alguna película: sentí que estaba viendo cine, cine de Orson Wels, de Víctor Erice, de Coppola, de Jim Jarmusch, de Antonioni… Ese septiembre disfruté con Mad Men (2007-2015) y descifré en las pinturas la belleza de la ambientación de la serie creada por Matthew Weiner, pero sobre todo intuí a Don Draper en esos retratos, percibí su soledad y dramatismo. Y quise a Hopper más que ningún otro pintor. Todavía lo sigo queriendo.
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