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Soñé que le pegaba cuatro tiros a la reina de Inglaterra. Me desperté sobresaltada con el ruido y el olor a pólvora de los cartuchos. Los tubos de cartón de los cartuchos eran iguales a los que, cuando éramos pequeños, nos encontrábamos por los bosques de Oleiros. Supe que era un sueño no por el reguero de sangre azul que soltaba la testa real, sino porque yo iba repeinada y, además, vestía un impermeable verde, pijo, muy británico. Participaba con el clan Winsord en una cacería, de esas que organizan los miembros de la realeza europea cuando quedan para matar. Las familias con siglos de privilegios son así. Supongo que son cientos de años y generaciones de dedicarse a guerrear, tantos que con el tiempo han transformado la violencia en algo que ahora llaman deporte. Esas cosas de las prebendas son como las tendencias fascistas o los huesos torcidos, se quedan en el ADN.
Pero vayamos por partes, la culpa de mi pesadilla se debe a un cúmulo de razones. Por un lado está la serie The Crown, una delicia magnífica que me zampé anoche. En su última temporada hay un episodio que me puso la carne de gallina. Me causó una intranquilidad y un horror como aquellas películas que hacía Brian de Palma. En este capítulo toda la familia real se junta para cazar y cuando dejan mal herido a un venado, que consigue escapárseles, se pasan la noche medio borrachos bromeando sobre quién tendrá el honor de rematarlo al día siguiente. La perspectiva de acabar con el sufrimiento del vulnerable cérvido les parece un asunto divertidísimo, todo un jolgorio. Escalofriante.
No hay que ser muy listo para entender que el ciervo al que deben matar, es una metáfora de la futura princesa Diana. La pobre Lady Di parece un cervatillo frágil e inocente, a punto de ser devorada por una familia de mostruos. Ese episodio que retrata a los Winsord como un grupo de millonarios pijos, malcriados, que disfrutan de sus privilegios, me dio náuseas. También me pareció el más cercano a la realidad. Me fui a la cama desosegada, pensando en nuestra familia real: ¿Serán tan malvados como los ingleses? Como no podía dormir me puse a «ojear» Internet y me topé con una canallada majestuosa.
Esta es la otra razón de mi pesadilla: unos dieciseis cazadores españoles se fueron a Portugal, a una montería, donde masacraron a 540 ciervos y jabalíes. (Quinientos cuarenta; tocaron a 33 por cabeza). Lo bellaco del asunto es que los animales estaban dentro de una finca cerrada y no podían huir. Parece una noticia sórdida de un periódico franquista. Sin embargo, el crimen fue perpetrado hace unos días por un grupo de españolitos. Cientos de animales cercados, sin escapatoria y poco más de una docena de hombres armados: una orgía de sangre. En cuanto lo leí, por unos segundos, imaginé el pánico, el ruido de los disparos, las risas y la farra de los cobardes. Me vinieron muchas cosas feas a la cabeza que no vale la pena escribir y sentí que me mordía los adentros una úlcera, que llevo en el intestino como una medalla mal puesta.
Luego me acordé de Johanna, una baronesa alemana que una vez conocí en aquellas fiestas épicas de Berlín. La chica Von me explicó con pelos y señales como se despelleja un ciervo. No lo hacía por necesidad porque, como me dijo, cazar no es matar, sino un arte. Recuerdo que la joven aristócrata tenía uno de esos rostros desafortunados resultado de siglos de incestos y que me insistió en que los cuchillos han de estar muy bien afilados. Luego pensé también en una grande de España (una chica gay no de armario, sino de caja fuerte blindada), que una noche me explicó el subidón de adrenalina que da apretar el gatillo, cuando tienes a un Bambi en el punto de mira.
Entre los recuerdos de encuentros insólitos, la corona y los cafres exterminando animales en Portugal, casi no dormí. El peso de la licencia para abusar, robar y matar que otorgan los privilegios, me secuestró el sueño. Di vueltas y vueltas pensando que como sigamos aguantando bellaquerías de estos «Grandes» fósiles, este país no será una república con futuro, sino un territorio empantanado. Creo que fue Gandhi quien dijo eso de que la grandeza de una nación debe ser juzgada por la manera en que trata a sus animales. (Ahí lo dejo). La masacre de Portugal, organizada por la empresa Hunting Spain Portugal, me pareció similar a las aventurillas de Juan Carlos, el Impune, que también mataba elefantes y hasta osos circenses previamente emborrachados para la ocasión. Actividades que debió heredar de carambola (como este reino), de su querido enano fascista.
Lo que no encontré en las pocas noticias españolas que informaron sobre la matanza, son los nombres de los 16 participantes en la bribonada, que sucedió a las afueras de Lisboa. Las imágenes son espeluznantes: más de quinientos cadáveres. Sería loable que algún medio de comunicación de este reino de quita y pon, dedicase un esfuerzo a averiguar, por ejemplo: ¿cuántas preposiciones contienen los apellidos de los psicópatas, que perpetraron esta carnicería? Apuesto a que muchos de los participantes tienen ese carnet opaco de Grande de España o alguna mamarrachada de ese calibre. Porque para acribillar impunemente a medio millar de animales acorralados (igual que para soñar con fusilar a veintiseis millones de ciudadanos) se necesita gozar de una fe ciega en la garantía infalible que ofrecen ciertos privilegios. Salud y mucha magia.
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