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Con todas las distancias que se quieran, empezando por las obvias de que ella es rubia y él no, el caso de Cristina Cifuentes es semejante al de Idi Amin Dadá. Es cierto que quién había sido presidente de Uganda fue un animal. Una bestia que destacó por serlo especialmente en un contexto, tanto político como social, que no destacaba precisamente por su finura, sino por ver quien la hacía más gorda. Y en esa competición, Idi Amín es un firme candidato al bestión de oro. No es que robase, que robó (de hecho, llegó a la presidencia dando un golpe de estado porque supo que el entonces presidente, Milton Obote, lo iba a acusar de desfalco de los fondos del ejército). Es que arruinó al país con medidas como expulsar a ciudadanos asiáticos y británicos -la clase media e industrial que había- y darle sus negocios a los colegas, que los arruinaron en seguida. Es que promovió el mal rollo entre etnias (todos sabemos que el mal rollo en esos ambientes no se limita a hacer pintadas «Vigo no!» o «Puta Turkía») y se dedicó a invadir territorios ajenos o a amagar con hacerlo.
Lo que hace casos parecidos al de Cifuentes y al de Idi Amin es la caída de ella y el ascenso de él
Por el contrario, la madrileña hija de gallegos que fue delegada del Gobierno en su comunidad y luego presidenta regional lo que se sabe de ella es que estaba a favor de la república, del matrimonio entre personas del mismo sexo, los tatuajes y andar en moto. Una de los nuestros, cuando en el hondo, desde que era adolescente y se presentó en la sed de Nuevas Generaciones, llevaba décadas en la sala de máquinas del PP de Madrid, uno de los más corruptos del panorama español (un contexto en el que también hay una dura competencia por destacar). Pero también Idi Amin se vestía con plumas ajenas. Se hacía llamar «Su Excelencia el presidente vitalicio, mariscal de campo Alhaji Dr. Idi Amin Dada, VC, DSO, MC, señor de todas las bestias de la tierra y pescados del mar [el único mar que tiene Uganda es el lago Victoria] y conquistador del imperio británico en África en general y en Uganda en particular», además de pretiendente al trono de Escocia. Y mandó detener a una de sus exesposas acusándola de querer sacar de contrabando una pieza de tela. Lo que no quita que mientras hacía esas bufonadas (según algunos para quedar delante de la opinión internacional antes como un payaso que como el dictador sanguinario que era) causó la muerte, con o sin tortura previa, de medio millón de compatriotas, entre ellos casi todos los que sabían hacer a O con un canuto.
Pero lo que hace casos parecidos lo de Cifuentes y lo de Idi Amin es lo de la caída de ella y el ascenso de él. De él dijo alguien que no era extraño que llegara a presidente de Uganda, que lo verdaderamente extraordinario era que hubiese llegado a sargento del ejército británico. De hecho un que fue oficial suyo en los Fusileros Africanos del Rey (KAR) dijo que era «un tipo espléndido y un buen jugador de rugby, pero no es muy inteligente y necesita que le expliquen las cosas con palabras claras». En el caso de Cristina Cifuentes, lo extraño no es que cayera por un máster que recibió por la cara, como también lo recibieron, muchos otros, o ni recibieron pero eso no les impidió incluirlos en los currículos oficiales. Lo verdaderamente increíble es que acabe dimitiendo por mangar unas chilindradas en una superficie comercial, con lo que se ha robado en esa casa suya, y delante de ella, es decir, siendo cómplice o tonta.
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