Emociones pasadas por auga

Este artigo tamén está dispoñible en: Galego

«Llueve; mejor nos vemos otro día», me escribía una amiga el sábado. Con un triste orvallo, los madrileños se asustan y ya no hay quien los saque de casa. Si no les queda otra, aunque sólo caigan cuatro gotas, se abrigan en el coche para moverse trescientos metros y no ponen un pie en calle mojada. ¡Y habrá quien se pregunte por qué los gallegos nos juntamos en Madrid! Si nos encerrásemos cada vez que chispea, no viajaríamos más allá de A Gudiña. Tanto nos da que escampe, somos de saltar charcos -o de pisarlos-, de empaparnos como pollos, y de refugiarnos en los bares -pocos- que despachan licor café decente. Necesitamos el olor de la lluvia y sabemos distinguir con un centenar de palabras si es poalla, borralla, chuvascada, chaparrada o trebón. La lluvia para nosotros es algo muy serio.

El cine y las series gallegas siempre tienen a mano un protagonista más. En La casa de la lluvia (1943), inspirada en una de las obras menos conocidas de Wenceslao Fernández Florez, el director orensano Antonio Román arranca con lluvia a chorros en los títulos de crédito, dejando bien claro quién es la estrella de la historia.

La primera película firmada por Alfonso Zarauza, La noche que dejó de llover (2008), es la hermosa historia del viaje nocturno y sentimental por el interior de una ciudad, Santiago. En un ambiente bohemio -reflejado en las piedras compostelanas-, Spleen (Luís Tosar) y la Rusa (Nora Tschirner) viven una velada mágica y llena de ternura, que se desvanece con el amanecer de un cielo cargado de lluvia dispuesto a borrar y arrastrar las ilusiones de los protagonistas.

Parranda (1977), de Gonzalo Suárez, calcó en el cine la desolación de A esmorga de Blanco Amor, un torrente de perdedores que tiene otra versión filmada, también A esmorga (2015), de Ignacio Vilar, primer largometraje rodado en gallego entre los finalistas de los Goya al mejor guion adaptado. En la cinta, Karra Elejalde, Miguel de Lira y Antonio Durán «Morris» viven 24 horas dramáticas fundidos con la constante llovizna de la perdición.

La lluvia en las pantallas pocas veces trae alegría. Casi siempre va ligada a la nostalgia y a la tristeza o anuncia tormenta sobre los personajes. En Delitos y faltas (1989), Woody Allen le tributa un hermoso homenaje a Cantando bajo la lluvia (1952): “Es la única película que tengo. La veo cada dos meses para mantenerme de buen humor”, le cuenta Cliff Stern (el propio Allen) a Halley Reed (Mia Farrow). Siento lo mismo cada vez que repaso el clásico de Gene Kelly y Stanley Donen: un golpe de energía prodigiosa. Deberían prescribirse más bailes y canciones de Don Lockwood: el optimismo y la belleza de la puesta en escena de sus números musicales son la mejor de las terapias. Lluvia y ganas de vivir.

La lluvia también es un sentimiento. Ridley Scott nos hace vibrar en Blade Runner (1982) con el monólogo del replicante Roy Batty. La brillante interpretación de Rutger Hauer bajo el aguacero empapa hasta el alma: «Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia». A la literatura y a la música no se les escapa la potencia de esa frase, tan inspiradora para el pop de Iván Ferreiro como para el rock más afilado de Yosi y Los Suaves.

Sin piedad, demoledora, cala el chaparrón sobre Clint Eastwood en Los puentes de Madison (1995). En la última secuencia del film se siente como el agua traspasa la pantalla, fustigando el corazón. Robert (Eastwood), empapado de pena, busca la mirada de Francesca (Meryl Streep), que espera a su marido dentro de la furgoneta. La intensidad de la tromba golpea los cristales y los sentimientos heridos de los protagonistas. Nunca tanto, ni con tanta emoción, había contado la lluvia.

La épica Noé (2014), de Darren Aronofsky, lleva al cine el diluvio universal. Noé (Russel Crowe) recibe la misión divina de construir una barca para salvar de la Gran Inundación a todas las especies animales. Basada en el pasaje bíblico, se moja en su reinterpretación, pero hace aguas a babor y a estribor.

Podemos defender la galleguidad del apóstol Santiago e incluso la de Cristóbal Colón, pero estamos seguros de que Noé no pisó Galicia: con 40 días y 40 noches de lluvia seguidos, el hombre pensó que se acababa el mundo; nosotros esperamos con tranquilidad el agua del día 41, y le llamamos verano.

Este artigo tamén está dispoñible en: Galego

cool good eh love2 cute confused notgood numb disgusting fail