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Hay amigos que recuerdas cuando los conociste y otros –sin contar los de la infancia- que parecen estar ahí desde siempre. Yo no recuerdo la primera vez que hablé con Ramón Chao, y supongo que coincidiría con él, a mediados de los 80, en compañía de Xosé Antonio Gaciño, que escribía como él en Triunfo, la revista de referencia en el último franquismo y en la Transición. El caso es que mirando en los archivos, veo que escribí cosas sobre él que se remontan a comienzos de los 90. Recuerdo también visitarlo reverencialmente en Radio France, por aquellos años. Chao era un referente periodístico, porque era lo más parecido que teníamos a mano a aquellos yanquis que escribían cosas largas (pero) amenas en Rolling Stone y revistas así, y que aquí sólo conocíamos porque las recopilaba Anagrama en libros. Un amigo que había entrevistado a Borges y a la Bella Otero, que había tratado a García Márquez y a María Casares, a Neruda y a Alejo Carpentier.
Ramón nació en Vilalba para equilibrar, igual que Agustín Fernández Paz, a otros originarios de esa villa. Era hijo de un emigrante a Cuba, que tanto o más que dinero trajo una tremenda afición por la música y la ópera. Así que compró un piano y sentó delante del sucesivamente a todos sus hijos hasta convertirlos en concertistas. Ninguno destacó pero, desgraciadamente para él, Ramón era el sexto y último, así que no tuvo escapatoria. Desde los seis años hasta casi los 25 estuvo golpeando el piano, primero para regalar los oídos de los parroquianos de Fonda Chao, el negocio familiar, y después, con becas del concello de Vilalba y la Diputación (pese al republicanismo paterno), al Conservatorio de Madrid. Como cuenta su íntimo amigo de los últimos años, Moncho Paz, ganó varios premios musicales que le permitiero lograr otra bolsa del Gobierno español para completar sus estudios en París, en 1955, pero Chao atribuía sus logros a la generosa distribución paterna de jamones y chorizos entre los hambrientos profesores de la época, y la beca a su paisano Manuel Fraga. Lo cierto es que, como cuenta él mismo, estuvo a punto de meter dos o tres dedos de la mano izquierda en una sierra mecánica para zafar del piano, hasta que dirigió su rumbo hacia el periodismo. En Radio France, ignorantes de que el gallego no sirve para nada, buscaban a alguien que entendiera de música y de portugués, y allí estaba Ramón.
Su trayectoria allí, primero con un programa en gallego (que duró tres años, antes de que el Gobierno de Franco consiguió que lo cerraran), y después siendo responsable de las emisiones para América Latina, la combinó con un montón de libros. Pero el Ramón Chao que recordaré no es el profesional, sino el que recuperó a su hijo, que acababa de divorciarse de Mano Negra, haciendo un viaje hasta Galicia en moto (cada uno en la suya, por trayectos distintos) en 1998. Coincidieran en Monforte, donde presentábamos uno de los número de la revista Bravú. Del acto cultural pasamos a tomar algo en una terraza de Carude, a cantar algo, se animaron unos vecinos, y terminamos con una sesión de cena-regueifa, y hasta ahí puedo escribir (y recordar). Diez años después (hace precisamente estos días una década), los Chao coincidían otra vez en Monforte. Ramón para dar una conferencia, Manu para calentar motores para su gira «Tombolatour». Ramón ya era «el padre de Manu Chao», de la misma manera que Xosé Chao Rego, uno de los teólogos más importantes del siglo XX en Galicia era «el tío de Manu Chao».
No le importaba. Ramón ya estaba entregado a tres causas: la de Manu (no era difícil encontrar al padre en los conciertos del hijo, ya fuese en el Reperkusión de Ourense, o en Barcelona), a la de reivindicar a Prisciliano (y a sus restos como los que estaban guardados en la catedral compostelana, y no los del apóstol palestino seguidor de Jesucristo) y a la causa del antiimperialismo (empeño en el que no era ajena la influencia de Manu y de su cómplice de siempre, Ignacio Ramonet). Moncho Paz anunció que Ramón ha dejado una novela póstuma, O fillo pródigo, de próxima aparición. Para mi que es un detalle que tenía pensado para que lleváramos mejor el luto por su ausencia.
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