Te pongo a parir, bonita

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Alquilar una casa para vivir o una furgo para un finde estupendo es algo comúnmente aceptado. Echas cuentas domésticas y si te dan los números, lo haces como quien pilla un tren o se peina con gomina. Un acto ordinario, doméstico y socialmente normalizado.

Pero la cosa del alquiler se complica cuando eres varón y lo que deseas es tener un hijo de tu estirpe sin mantener una relación de convivencia en la que al menos una persona sea mujer. Los vientres de alquiler entraron como un huracán en los debates LGTBI+ hace años y todavía hoy son bastantes los que mantienen la controversia apoyados en la simpleza del comercio liberal: la solución para las parejas gay consiste en contratar una mujer necesitada para parir un hijo con los genes masculinos de uno de ellos. Como si ellas fuesen hoteles.

Pues no. Ni hoteles ni generosos seres reproductores al servicio del nuevo machismo gay. Ninguna mujer hace eso por gusto, sino por necesidad. Y si aportamos ese tipo de soluciones para normalizar la vida o la independencia económica de las mujeres, estamos deshumanizándolas, equiparando sus cuerpos y su intimidad con bienes de naturaleza material que pueden comprarse y venderse.

Mercadear con el cuerpo de las mujeres es un paso atrás en sus conquistas de normalización. Un gravísimo paso en su lento camino por la igualdad, por la equiparación material y social con los hombres. Supone nada menos que revitalizar el esquema «macho paga, mujer pare» a través de un contrato remunerado.

Por cierto, todo esto no lo digo yo. Lo dice el feminismo, que nos está ayudando a todos a convertirnos en mejores personas. Hoy, por fortuna, es un fuerte baluarte contra la barbaridad de considerar a la mujer como un contenedor ocasional de lineas masculinas de ADN. Las de ellas les importan sólo relativamente a sus clientes. Como el que paga elige, seguro que las débiles, feas, negras o bajitas serán descartadas, no vayamos a mezclar nuestra potente sangre caucásica con cualquier mezquindad.

Gracias al feminismo, las mujeres avanzan en igualdad material, simbólica, verbal y laboral. Gracias a ellas, confío en que estemos además feminizando a los hombres, separándolos de la violencia verbal y física, del comportamiento fatuo e indolente, del falso cumplido, de la caspa que vive entre nosotros. Llevará años, pero ese es el camino. Que ninguna tenga que alquilar su cuerpo para conquistar su independencia y por consiguiente su libertad.

Ahora vamos con la clientela. Los hombres que constituyen una familia sin mujeres. Gays, solteros o incluso quien decide vivir divinamente con su cabra. E incluso los heteros que por circunstancias de uno o de otra no pueden reproducirse naturalmente con ayuda de la ciencia. De todo este grupo, sin duda, más del 95% son hombres. ¿Qué mueve a alguno de esos hombres a desear una descendencia medio propia en pleno siglo XXI? ¿Qué parte de su comportamiento como ser social les impide adoptar personitas que viven en circunstancias difíciles para convertirlos en sus hijos?

No sé si preferir tener descendencia masculina con una desconocida antes que adoptar un ser vivo será una patología mental, pero socialmente no parece muy sano y roza lo que podemos llamar un racismo de estirpe. Con todo lo que sabemos acerca de la superpoblación mundial, contribuir a la hipernatalidad por capricho genético, embruteciendo las relaciones humanas por medio de un contrato de alquiler, a muchos nos resulta indignante.

Claro que también podríamos hablar de las empresas intermediarias que explotan el turismo uterino, de ese negocio paralelo llamado prostitución, del desesperante e incómodo acceso a la adopción y de muchos otros matices que confluyen en este asunto que aflige a algunos hombres liberales, de buena posición en esta parte opulenta del mundo y que deciden aprovecharse de las facilidades que el capitalismo les ofrece sobre mujeres pobres, propietarias de un útero en edad fértil y a las que quieren poner a parir. Literalmente.

 

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