Llamadme Azzy

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«Hace once años llegué a Vigo desde el norte de la isla indonesia de Java con otros seis compatriotas. Nunca había sido pescador. Mi familia y yo trabajábamos la tierra cerca de Tegal, una ciudad no lejos de Yakarta, la capital de mi país, donde la política corrupta había hecho desaparecer nuestras esperanzas de progresar. En Vigo hacía frío. Comencé a trabajar en un barco, de armador español y bandera lituana, que andaba a la merluza en el Gran Sol. Tiempo después aprendí que yo formaba parte del rango más bajo de la larga cadena de la industria pesquera gallega. Era, en palabras de mi tierra, un orang transit. Una persona en tránsito. Un pescador sin permiso para abandonar el barco. En ese limbo viví durante tres años. Cobraba 350 euros al mes y respiraba con miedo. Si ponía un pie fuera del Berbés, el puerto de Vigo, cuando atracábamos, podían mandarme de vuelta a Indonesia. En mi cabeza, una idea: este trabajo le dará de comer a mi mujer y a unos hijos que aún no tengo. Las olas de este mar son peligrosas y, aun así, donde yo soy náufrago es en tierra».

Azzy. Foto Miguel Kopa

Azzy arribó en 2003 al puerto de Vigo para trabajar como pescador en tránsito, con licencia de trabajo pero sin permiso de residencia, puesto que la bandera lituana de la embarcación permitía este subterfugio aprovechado por las empresas dedicadas a la que es, según los sindicatos, una importación masiva de mano de obra tirada de precio. Él dormía y vivía en el barco, día y noche, las jornadas de trabajo y las libres. Le costaba al armador 350 euros. Había firmado el contrato en Indonesia y ese salario era más del triple del estipendio mínimo de la región de Java Central de donde procedía. Azzy escapó de esta situación hace ya unos años, pero todavía hay pescadores indonesios en Galicia que faenan en estas condiciones. «Sobre todo en las villas grandes y en las ciudades, en Vigo, en A Coruña, en Burela o en Celeiro, hay indonesios en tránsito, pero es complicado dar con ellos, nunca dejan el barco y los armadores no quieren que hablen con los que ya tenemos mejores condiciones», cuenta Azzy desde Corme, donde llegó en 2012 después de desiguales experiencias en otras villas marineras gallegas.

Suroso, indonesio coetáneo de Azzy, coincide con él: «Hay armadores buenos y armadores malos. Con los pescadores libres son transparentes pero a los de tránsito los engañan». Los dos comparten tareas en un barco de Corme con compañeros españoles y peruanos, en el que los indonesios son mayoría. «A los gallegos les gusta cómo trabajamos los indonesios. Somos rápidos. No nos quejamos. No damos problemas», agrega Agus, de 31 años, con mujer e hijo en Tegal y musulmán como la mayor parte de los indonesios.

Lo refrenda el responsable de una de las agencias gallegas que trae indonesios a Galicia para trabajar en el mar, que explica que los asiáticos comenzaron a llegar alrededor del 2004, cuando muchos barcos pasaban meses atracados porque no tenían tripulación. Con la prosperidad de la construcción tierra adentro muchos dejaron las redes y los armadores precisaban de mano de obra urgente. A debate está quién fue el que tuvo la idea: un cocinero gallego embarcado en Asia con chinos e indonesios, un patrón lucense que había vivido en el archipiélago… Se desconoce la verdad, pero las ventajas eran muchas. La mayoría de los indonesios eran musulmanes practicantes, no bebían alcohol, por lo que nunca embarcaban borrachos, uno de los problemas recurrentes con los pescadores de otras nacionalidades. Además, casi todos estaban casados y con hijos desde muy jóvenes, por lo que tenían claro que lo suyo era ahorrar durante años para poder volver a Indonesia. Y, por supuesto, eran baratos.

Termintu. Foto Miguel Kopa

 

A día de hoy unas cinco agencias se dedican a traer mano de obra indonesia para la flota gallega. No todos estos indonesios están en la misma situación. Algunos llegan como trabajadores en tránsito, sin papeles, con salarios muy bajos y derechos casi inexistentes. Otros forman parte del siguiente escalón, lo que los indonesios llaman orang dengan agencia, personas con agencia. Aquellos que firman un contrato tripartito con el armador y la agencia y obedecen las exigencias de ambos. Es el caso de Termintu, de trato afable, ojos rojizos, 39 años, una mujer y dos hijos esperándolo también en Tegal. ¿Por qué hay tantos pescadores de un único municipio indonesio en Galicia?
Ellos tampoco parecen tenerlo claro. Puede que se corriera la voz. También influye que esta mediana y deprimida ciudad javanesa tuviera una importante flota mercante durante buena parte del siglo pasado gracias a la exportación de azúcar.

Termintu llegó hace seis años a la costa de Lugo a través de la oficina en Yakarta de una de estas agencias; embarca los lunes en un barco del puerto de Celeiro (Lugo) que va a la pesca de la merluza en el Gran Sol, pero duerme sus días libres en la villa de Xove. Echa dos semanas en el mar y vuelta para el muelle, a veces asustado de las batidas del océano. El takut (miedo) flota y se enreda nos sus gestos calmos. De su salario sale cada mes una parte para la agencia que lo trajo hace más de un lustro de Indonesia. ¿Cuánto embolsa esta empresa? No lo sabe. A él el armador le entrega un sueldo de 1.000 euros mensuales, después de deducirle el pago a los intermediarios, que se encargan de encontrarle alojamiento y alimentarlo.

Termintu comparte apartamento con otros indonesios. Cuando todos están en la casa porque sus barcos están amarrados, llegan a ser veinte en un piso de paredes agujereadas y sofás con agujeros sin fondo. A veces consiguen alguna comida indonesia, nasi goreng, mie goreng, sate y pescado. Pero aclaran: la merluza, el pescado que los trajo al litoral gallego, no les gusta.

«No me sabe», concede Termintu sonriendo. Prefiere «costillas» o «chuletas», afirma con una pronunciación tan correcta que es difícil adivinar los más de 15.000 kilómetros que hizo hasta Xove. Apenas sabe algunas palabras en gallego o español: comida, casa, móvil… Pero hay dos que dividen cada uno de sus años en Galicia y no sabe traducir al indonesio: «merluza» y «bonito». En su tiempo libre Termintu fuma, toma té o café en el bar que hay delante de su casa, ve el fútbol, camina, habla con los compañeros, vuelve a fumar. En la casa en la que vive se pueden palpar el hastío y la ausencia. Garrafas de agua vacías de líquido y llenas de colillas, un reloj de una boda indonesia con los dos novios vestidos con la ropa tradicional colgado encima de la puerta, un mantel quemado bajo los platos y varias botellas de whisky sobre la mesa. Parece que algunos ya no sacian la sed sólo con teh botol, la infusión que se convirtió en la bebida nacional en Indonesia. Es aburrido, reconoce mientras conecta el ordenador portátil al wifi para poder chatear con su mujer.

Ni Termintu ni ninguno de sus compañeros conocían las condiciones con las que iban a trabajar, el salario, la labor que iban a desarrollar o la vivienda en la que iban a dormir hasta que llegaron a Lugo. Él, como otros, tenía claro que quería ganar dinero, ahorrarlo, mejorar la vida de su familia. Su mujer vende a diario comida en un mercado de Tegal y cada mes recibe casi 900 euros de parte de su suami (marido). Él dice que sólo precisa 100 euros para tirar adelante. Un café en el embarcadero después de llegar. Diez euros para recargar el pulsa del móvil. Las manos curtidas tiemblan ligeramente mientras come un trozo de bizcocho. Los ojos, que evitan posarse en el interlocutor por un largo tiempo, delatan el cansancio. Aun así, asegura que es feliz. Al contrario que su compañero Rakimi, 37 años, sonrisa jovial y una esposa e hijos en Indonesia, que ríe, pero dice que está triste en la villa del norte de Lugo. Lleva siete años trabajando en Galicia, echa de menos la familia, la comida, los amigos y la vida de allá. Supo de la oportunidad de ser pescador en Celeiro cuando vivía en Tegal y dio un paso al frente. Estos hombres indonesios dicen estar satisfechos y tranquilos con su trabajo, con el trato que reciben de sus compañeros gallegos y de los patrones. Y así y todo, mientras hablan, uno de ellos, desasosegado por la posibilidad de que la conversación con periodistas pueda suponer un conflicto con su empleador, lo llama.

Rakimi. Foto Migue Kopa

Y dos huevos duros. En el ya atestado salón del apartamento de los indonesios, primer piso, donde siete marinos explicaban a sus peripecias, irrumpe el último actor: el jefe de la agencia que los emplea que, alertado polo pescador con remordimientos –el listo, como le llaman sus camaradas–, acude a comprobar lo que sucede. Cumpliendo con el tópico del veterano rudo y malencarado, su voz se descompone en ira. Aquel es su redil y en él se hace lo que él diga. Levanta la mano, jura por el demonio. ¿Qué derecho tienen los periodistas a venir aquí y preguntar? ¿Qué les importa la ellos como vivan los indonesios? Estos últimos, atónitos, asisten al intercambio verbal sin entender ni una palabra pero sabiendo perfectamente lo que está a pasar. En mar abierto, ajetreados y sacudidos por grandes olas, todos han recibido aullidos ininteligibles. Minutos antes, sin saber lo que estaba a punto de acontecer, ellos mismos confesaban entre risas que los patrones de Celeiro eran malhablados y gritones pero «no les pegaban» cómo hacían algunos superiores de otras latitudes cuando trabajaban en los mares de Asia. Tras el avasallamiento inicial, se calman un poco las aguas: «La culpa es de los sindicatos que buscan afiliados que no tienen y de la prensa que tergiversa», sentencia el patrón. Los indonesios han vuelto las espaldas hacia el ordenador y se acaba la fiesta.

Xove no es el único sitio en el que parece que la mitad de la historia sigue sin ver la luz, en el que se esconden datos y sufrimiento. En Burela el ambiente tampoco parece propicio. La mayoría saben donde viven los indonesios, pero lo poco que se atreven a explicar lo dicen la media voz. Su vecino, su amigo, su hermano pode ser uno de aquellos que fomenta el empleo de dudosa legalidad de algunos indonesios. «Me parece una injusticia, no te engañes, pero no quiero que se relacione mi nombre con esto», susurra un vecino. «Yo es que no me quiero meter en este tema», comenta otra. Al final, una dirección certera lleva hasta ellos. Suena el timbre del portal.
—Buenos días, querría hablar con los indonesios que viven en este piso.
Breve silencio.
—¿Y quién es usted?—, responde un hombre en gallego al aparato.
—Una periodista.
—Aquí no la vamos a atender.
Cuelga el interfono. A cada pregunta, en un bar, en un hotel, en el puerto, los presentes tienen aspecto de observar y escuchar lo que se hace y se dice. La sensación de ser una amenaza. De disturbar una paz que en realidad no existe. Paradójicamente, una de las empresas que importa indonesios lo hace para los armadores de Burela.

Agus. Foto Miguel Kopa

Es en las villas pequeñas donde estos hombres de piel tostada y sonrisa imperecedera tienen las mejores expectativas. La esperanza es llegar a la tercera categoría, a la parte alta de la escalera. Azzy fue orang transit en Vigo de 2003 a 2006, en 2007 se convirtió en orang dengan agencia en Burela, como sus compatriotas que ahora viven en Xove y él no conoce, pero en 2008 llegó a Muxía convertido en un orang libre, un hombre libre, un pescador como los demás, que firmaba contrato directamente con el armador, sin intermediarios y con salario variable, según las capturas, como los gallegos. En 2010 fue a Camariñas por dos años y en 2012 arribó a su actual puerto, Corme. Los sábados por la tarde Azzy y su cuadrilla encadenan zumos, cacahuetes y partidos de fútbol. La máquina de apuestas deportivas del bar portuario concentra su atención. Vestido con una camisola del AC Milan, Azzy sintetiza la pasión de los indonesios por el deporte rey: «Yo son seguidor del Milan, del Barcelona, del Deportivo y del Manchester United». Todas las competiciones son cautivadoras para ellos. Nada los distingue en esos ratos de otros indonesios, que seis horas por delante en el reloj, pasan las madrugadas en pantalón corto, fumando kretek (cigarrillos de clavo y tabaco mayoritarios en Indonesia) y desvelados, aguardando a que se juegue «La Liga». No obstante, ser un orang libre ve más allá de poder elegir equipos europeos de fútbol. Ser un orang libre trae de serie a capacidad de escoger dónde y con quién trabajar, negociar tus condiciones y viajar anualmente a Indonesia para visitar la familia. Incluso los que como Azzy llevan más de diez años en la península tienen derecho a solicitar la nacionalidad. Sulejo, uno de sus amigos de Corme describe así la realidad de un pescador libre: «Lo que cobramos varía cada mes, a veces 1.500 euros, otras veces más y otras menos; nosotros decidimos dónde vivimos, pagamos nuestro piso, nuestro wifi y nuestra comida y si queremos marchar solo depende de nosotros».

Sulejo. Foto Miguel Kopa

En los días libres comparten paseos y deseos. Sulejo quiere abrir una tienda cuando vuelva a Tegal. Agus, comprar tierras y dedicarse a la agricultura. Untung, el más acoquinado, aun no lo sabe. Todos desconocen cuando volverán la Indonesia, aun no hicieron planes concretos, pero tienen claro que es allí donde está su casa. Ninguno quiere traer la Corme su familia. «Aquí todo es demasiado diferente, la mujer y los chavales no se adaptarían. La lengua es difícil, la cultura, el clima, la religión», Agus suma motivos para mantener a los suyos en Tegal. Bajando por la costa coruñesa, sus colegas indonesios de Ribera comparten situación y pensamientos sentados en un bar delante de la plaza del ayuntamiento. Desgranan propósitos imprecisos para el porvenir con una sola constante, volver a Tegal. Retornar a su tierra de clima tropical y vegetación exuberante; de días apacibles, con arrozales interminables anegados de agua y cinco llamadas diarias al rezo desde los minaretes. En Ribera hay primos y cuñados, la escasa presencia de la Indonesia ausente de sus vidas. En el grupo también hay compañeros de Marruecos y Mauritania con los que coinciden en la mezquita de Ribera y con los que conversan sobre sus inquietudes. Se desternillan cuando se les pregunta por la relación con la gente de la villa. «Son amables», dice Yudi, el más acostumbrado al trato, «pero nos llaman chinos. ¿Es que no ven que tenemos la piel oscura?».

 

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