«Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo»

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Conocí a Camilo José Cela el mismo día que quien luego sería su segunda mujer. Con el tiempo, la anécdota –que ni debo ni voy a contar: las damas no tenemos memoria– dio para una mañana de libros y un carro de risas con una amiga editora: «Pudiste haber cambiado la historia de la literatura española».

Para muchos –y la concesión del premio Nobel parece darles la razón–, Cela sí cambió la literatura en castellano: La familia de Pascual Duarte y La Colmena bien que lo merecen, son dos novelas excelentes. Pero para mí –quizá estoy siendo injusta– su obra llega hasta ahí.

La familia de Pascual Duarte tuvo versión cinematográfica, en 1976, retratada con la sensibilidad de Ricardo Franco. Corta la respiración un José Luis Gómez excepcional que sabe medir miradas y silencios hasta la asfixia del espectador. La cinta pasó una doble censura: la de la mano y tijera franquista –que mandó cortar un ruidoso «hijos de puta»– y la del productor, Elías Querejeta, quien consideraba de una brutalidad extrema la secuencia de la muerte de la mula. La película, casi huérfana de público en las tardes de cine de la transición, lleva la violencia en el adn: los personajes y la sociedad que retrata son de una dureza feroz.

José Luis Gómez, en el papel de Pascual Duarte, en la película de Ricardo Franco.

Con mejor fortuna se estrenó en 2011 el montaje teatral adaptado por Tomás Gayo y dirigido por Gerardo Malla. Algo menos tremendista, pero sin perder la sordidez original, ayudó a que muchos descubriesen en el siglo XXI la primera novela de Cela. Fue un acierto incluir en el elenco a Sergio Pazos, un actor conocido por su fuerza cómica que nos hace temblar en la piel de el Estirao.

Sí alcanzó el éxito la versión cinematográfica de La colmena (1982), un concierto humano interpretado por estrellas nacionales en el que el director de la orquesta, Mario Camus, coordina cada nota de la polifonía sin perder nunca el compás. El drama y el humor están en armonía y deliciosamente afinados. Hay que verla con ojos diferentes de los que posamos en el libro, son dos formas distintas de contar, pero en las dos caló la esencia de la novela: el miedo, el frío y el hambre.

El Cela exhibicionista no dejó pasar la oportunidad y pidió sitio en el reparto para encarnar al (anti)poeta Matías Martí, «inventor de palabras, pero una a una». Le gustaba aparecer ante las cámaras, y no se puede negar que su voz poderosa y su sentido del fraseo los querría para sí más de un intérprete profesional. El escritor había debutado como actor en El sótano (1949), de Jaime de Mayora, una historia de guerra en la que se siente muy cómodo –los diálogos eran suyos– en el rol del físico Loves.

Tres años después repite en Facultad de letras (1952), de Pío Ballesteros, comedia en la que su capacidad paródica está a la misma altura que la de su compañero de reparto, Fernando Fernán Gómez, quien luego lo enredaría para aparecer en la película Manicomio (1953) en un papel –brevísimo, de escasos treinta segundos– ideal para el Cela provocador: un loco que se cree un asno y come hierba de un florero mientras da coces al aire. El novelista nunca perdió la pasión por el histrionismo y el sentido del espectáculo bufón, como demostraría en 1982 en la televisión cuando –en la centésima de sus boutades– le aseguró a Mercedes Milá que era capaz de absorber litro y medio de agua por vía rectal.

Como guionista Cela fue brillante: las adaptaciones que firmó para televisión de Viaje a la Alcarria (1976), de la serie documental Del Miño al Bidasoa (1990) o de El Quijote (1991) no deslucen al lado de sus dos –sí, dos– obras literarias.

Cela es un gran tahúr de historias. Mangaba una noticia de los periódicos y te vendía un Cartier. Caso de La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona, una historia basada en hechos reales y luego comedia que Ramón Fernández llevó a las pantallas en 1979. La moda del cine del destape y el furor erótico con el que se acaloraban entonces los españoles le hicieron la promoción a un guion que estaba muy por debajo del relato del Nobel.

Decía Pascual Duarte que él no era malo, aunque que no le faltarían motivos para serlo. A mí Cela siempre me pareció que, además de arrogante, no era de los buenos. No me hacía gracia en las entrevistas, pero una de las cosas hermosas que me regaló el trabajo de tantos anos en la televisión fue tratar con personas y con monstruos de todo pelaje: uno de ellos, Camilo José Cela.

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