El cine engorda

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Cuando entro en la cocina me siento una artista en un estudio de sabores, olores, colores y texturas. Guisar es el arte más efímero: parece mentira que dominemos la alquimia del helado de fabada, la (ultra)ciencia de la depilación definitiva o la aeronáutica de los viajes espaciales, pero todavía no hayamos aprendido a fijar los gustos y aromas que un día nos hicieron felices. Ya pueden servirnos las croquetas más exquisitas del mundo, que nos empeñamos en que las de nuestra madre son mucho mejores. Imposible rebatirlo, hasta ahí no llega la filosofía.

Hay dos sensaciones con las que disfruto como artista de ollas y sartenes: la calma ese tiempo de tranquilidad y mimo mientras cocino y el olor en la casa al estofar una carne o hornear un bizcocho. Justo lo contrario de lo que sucede en los realities televisivos masterchef, en los que todo ocurre a toda prisa, nada sabemos de los condimentos y nunca llegamos a catar el menú. Me tengo que fiar de lo que dicen unos señores que ni sé dónde tienen el sentido del gusto. Como en casi todo, lo de los programas de cocina va por modas, y ahora en las televisiones generalistas donde están más a la última es en la serie Versace, mientras que en la cocina las recetas más actuales son las que nos amasa Fariña cada miércoles.

 

Grace Kelly y James Stewart en La ventana indiscreta 

El cine también tiene sus sabores. Hay tantas películas que son menús deliciosos, que siento cómo engorda, sesión a sesión, mi talla de vestido. Igual que hay filmes que me obligan a cocinar sus recetas. En La ventana indiscreta (1954) de Hitchcock no pude resistirme a la langosta que cenan James Stewart y Grace Kelly. A Lisa, que lo sabe todo sobre moda, la cocina le queda grande: prefiere encargar, en uno de los restaurantes más chic de Nova York, una langosta a la plancha con salsa de champán que nos hace salivar, una sensación que ya había vivido en otro de los títulos de Hitchcock protagonizados por Kelly, Atrapa a un ladrón (1955). Aquel día comí pollo asado mientras me imaginaba conduciendo un Sunbeam-Talbot Alpine y preguntándole a mi copiloto Cary Grant: «¿Prefiere muslo o pechuga?». La relación de Hitchcock con las artes culinarias es muy curiosa, nunca falta en sus películas alguna secuencia con una mesa bien provista de viandas, o varias, como en La sombra de una duda (1943). El mayor misterio que nos dejó el maestro del suspense es la fobia que sentía por los huevos fritos: «La yema al derramarse produce un efecto más escalofriante que la sangre misma», le hace decir a un dos sus asesinos.

 

Grace Kelly y Cary Grant en Atrapa a un ladrón. 

 

Jack Lemmon presume de buen cocinero en una de las escenas más divertidas de El Apartamento (1960) de Billy Wilder, donde escurre los espaguetis con una raqueta de tenis con más destreza que Roger Federer en un passing de revés. ¡Qué envidia de Shirley MacLaine porque aquella pasta con albóndigas era para ella! Envidia como la que siento por el modo de Wilder para cocinar palabras en unos diálogos tan bien adobados y siempre en el punto exacto de cocción que sólo pueden ser para masticar y saborear lentamente. 

 

Jack Lemmon y Shirley McLaine en El apartamento.

En esta macedonia de películas, con la que más engordé fue con 18 comidas (2010), de Jorge Coira. Muchos de los kilos los cogí por la felicidad de ver un filme tan bien guisado por Coira con el rustrido, de primera calidad, de los guionistas Araceli Gonda y Diego Ameixeiras: media docena de historias cruzadas que vamos viviendo durante el desayuno, comida y cena de un sólo día, alimentadas por actores tan frescos como la merluza del pincho de Celeiro. Alrededor de una mesa condimentamos la vida, y Coira sirve las calorías justas de drama y comedia en estas tramas trenzadas con sentimientos. Deliciosa. Sí, deliciosas la cinta… y la nécora que, durante unos fotogramas, comparte protagonismo con Luis Tosar y Esperanza Pedreño.

 

 

En las series es habitual que una comida sazone el guión. Las albóndigas de El Padrino, la paella de El Chiringuito de Pepe o una tapa de jamón en Los Serrano son un buen aperitivo para el conflicto del episodio. La ruina llega si entras en el bar Suizo de Pratos Combinados, donde Miro Pereira sirve las lonchas de jamón fotocopiadas para que tengan menos colesterol. Miro es la excepción a tanta delicatessen en la pantalla, para eso su menú es la comedia.

Voy a dejar macerar esta sopa de letras mientras paladeo El festín de Babette (1987), de Gabriel Axel. Y hacedme el favor: comed de todo, que estáis en una edad muy difícil.

 

 

 

 

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