La condesa llama dos veces

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A los jardines Méndez Núñez de A Coruña bajábamos a jugar los niños cuando la lluvia dejaba, porque en los socavones no hacíamos pie a nada que cayesen cuatro gotas, que era cuando el abuelo Tomás decidía numerarnos por miedo a volver a casa con algún mocoso de menos. Yo era la pequeña de los nietos y «el abuelo de Laxe» sólo me soltaba de la mano junto a una estatua del parque, con la advertencia de que no debía perderla de vista. A mí daba entonces por sacarle la lengua a aquella señora de piedra que siempre me parecía que andaba enfurruñada. Un día el abuelo me vio hacerle burla a la mujer eternamente enfadada y me dijo: «Es cascarilleira como tú».

De golpe, con cuatro años aprendí lo que era un insulto de verdad: cascarilleira era mucho peor que piojo, bruja o tonta, las ofensas más graves que conocía. Era la palabra maldita para mi rabieta: yo no podía ni quería ser, de ningún modo, igual que aquella señora. Y no había explicación chocolatera que me valiese, que me calmase: ser cascarilleira era peor tormento que el de Gaspar de Montenegro, el protagonista de La sirena negra (1908), de Emilia Pardo Bazán.

Claro que entonces yo no sabía nada de dramas ni de doña Emilia. Vi la película La sirena negra (1947) atraída por la interpretación de Fernando Fernan-Gómez y ahí murieron mis ganas de leer la novela. En la única ocasión en la que la tuve en las manos se me cayó al suelo dos veces en treinta segundos, literalmente, y no me pareció que fuese la primera ocasión que el libro besaba una tarima flotante.

A la película El indulto (1960), de Sáenz de Heredia, con Concha Velasco y Antonio Garisa, llegué después de devorar el relato homónimo en el que se basa. Saqué las horas de lectura durante una sentada en los pasillos del instituto, por una huelga que ni recuerdo. Y en ese ambiente se despertó en mí una conciencia crítica y justiciera. El filme me pareció revolucionario, moderno, feminista y reivindicativo. Hablo, además, de una producción de Suevia Films, todo un punto a favor, porque las películas del gallego Cesáreo González me conquistaban nada más comenzar. Antes del título siempre aparecía la leyenda «Suevia films presenta» con una imagen de la ría de Vigo sobre la que ondeaba la bandera de la ciudad. Y eso, en una sala a oscuras y en pantalla grande, a mí ya me valía para emocionarme.

El siguiente desencuentro con la Bazán lo tuve con Un viaje de novios (1881), relato del viaje que hace, de León a Vichy, un matrimonio de conveniencia. Es una novela que me decepcionó, cargada de moralina encorsetada en buenas costumbres. Así que volví a sacarle la lengua a doña Emilia con la misma rabia que veinte años atrás. Luego supe que Gonzalo P. Delgrás había llevado la obra al cine, pero ya no estaba yo para aquellas chácharas de casamientos arreglados y ansias de divorcio.

Tardé tiempo en reconciliarme con la condesa. Fue con la adaptación para televisión de Los pazos de Ulloa (1984), de Gonzalo Suárez y Vicente Andrés Gómez. El guión -firmado por el propio Suárez, Carmen Rico Godoy y Manuel Gutiérrez Aragón– tiene un diseño muy acertado. Y el reparto sólo puede ser envidia para cualquier producción: José Luis Gómez, Victoria Abril, Charo López, Fernando Rey… Volví estos días a los dominios de los Moscoso (para variar, el archivo de RTVE funcionó como debería), y aunque tiene un ritmo muy diferente al que ahora estamos acostumbrados, la serie resiste estupendamente la revisión y es una delicia ver cómo retrata Compostela, Tui ou Ponteareas.

Los pazos de Ulloa

Con idéntica belleza muestra Santiago el director de fotografía Rafael Casenave en Ópera en Marineda (1974), serie basada en un sorprendente relato de doña Emilia que yo no conocía -y que descubrí también buceando en el archivo del canal público-, dirigida por Pilar Miró e interpretada por actorazos como Manuel Zarzo, Carmen Maura o una Charo López que está colosal en su papel.

Pasaron años sin que leyese a quien no dejaron ser la primera mujer académica (hasta tres veces le cerraron las puertas de la RAE). Mantenemos las distancias, aunque la recreación audiovisual de sus obras hace más dulce nuestra relación. De hecho, hoy mismo he visto Emilia Pardo Bazán, la Condesa Rebelde (2011), un telefilme cien por ciento gallego dirigido por Zaza Ceballos, con Susana Dans en la piel de la escritora: transmite toda la fuerza de esa mujer feminista, luchadora por la igualdad, que una vez me dejó impresionada.

Mientras repaso estas líneas tengo Insolación (1889) en el regazo. Y al libro le da por engancharse en mi jersey, como queriendo quedarse conmigo, o quizá yo con él, buscando la oportunidad que creo que le debo a la Pardo Bazán. Sí, abuelo, soy tan cascarilleira como la condesa, pero ahora me gusta cuando alguien me lo llama. Quería que lo supieses.

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