«Menuda mierda de historia»

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Conocí a alguien sin Twitter. Fuimos amigos pero algo nos distanció. Aseguraba que prefería leer los periódicos durante el café, en las mañanas siguientes. O esperar a que un camarero lo informara de las novedades con un dedo dentro de un donut. Murió hace pocas semanas, de cáncer. Mucho antes, los amigos ya le decíamos que lo notábamos un poco pálido. Y completamente desactualizado. Durante las conversaciones, nosotros no dejábamos de arrastrar el pulgar para refrescar el timeline, debatíamos sobre todas las últimas horas. Él desconectaba porque prefería enterarse de las cosas como antes. Nada se puede hacer contra un periodista de cincuenta y tantos que venera el Caso Watergate.

Cuando se saturaba, nos retaba a recordar episodios de la historia más o menos reciente. Recuerdo aquel: «Pero ninguno de vosotros recuerda el día que Fraga le dio plantón a Sáenz Cosculluela. Fue en el 90, el ministro socialista venía a inaugurar 20 kilómetros de autopista entre Santiago y Padrón. El jefe de gabinete advirtió que llegaba tarde. Fraga, ya sabéis como era, decidió volver a su despacho y pidió a las autoridades presentes que felicitaran al ministro en su nombre. Qué momento. Qué se diría hoy en Twitter sobre esto?». «Nada, Miguel. Menuda mierda de historia». Era periodista y murió sin poder comprender que hoy, a nivel informativo, nada puede competir contra un tuit de Puigdemont enviado desde Waterloo.

«Las redes sociales son las nuevas fosas sépticas. El final del periodismo serio», me dijo un día.

La sobrecarga informativa es una debilidad. Porque, mal digerida, genera confusión y votantes lobotomizados. De sentirse sobreinformado a notarse abducido hay un paso. A causa de ese agotamiento hacemos de la familia de Diana Quer culpable o creemos que un perro muerde a una señora porque es catalán. «Un perro catalán salta y muerde una pierna de una señora de 45 años», titulaba exactamente La Voces del Pueblo. Miguel, aquel amigo, no soportaba todo esto y mucho menos que buena parte de los medios participaran de la perversión. «Antes todo era menos evidente». Tan clásico.

El otro día pensé: menos mal que Miguel está muerto. Leí en un suplemento un reportaje sobre los «tierraplanistas». Desde 2014, difunden en la red la idea de que la tierra no es esférica; lo hacen a través de vídeos con cientos de miles de reproducciones, grupos de Facebook, memes y youtubers con millares de suscriptores. Personajes famosos se suman a esa vieja teoría. La confusión está desperdigada y va contagiando. La postverdad es medieval y sacrifica a Galileo. «Esto es peor que lo que contáis sobre el Twitter de Gabriel Rufián», diría Miguel. No lo soportaría.

Trabajó en periódicos aguardando teletipos sin perder la calma; saboreando el estreno de una portada no descubierta. Era raro. Casi nunca lo llamábamos para quedar, no llevaba el ritmo de nuestra sobreinformación ni sabía jugar a descubrir fakes. Además, era periodista pero la actualidad consiguió hartarlo. La detestaba. No quería saber nada ni de la Gürtel ni del independentismo catalán; mucho menos de Tabarnia y Operación Triunfo. Se abonó a Netflix y murió.

«Las redes sociales son las nuevas fosas sépticas. El final del periodismo serio», me dijo un día en la ventana de mi salón. Desde mi ventana se contempla un barrio. Más allá de la vía del tren, una central de procesado porcino y, después del Louro, que es un río contaminado, una parroquia en la que los críos juegan en un parque dedicado a un producto químico. Parque del Lindano. No es un fake. Reconozco que no abro mucho esa ventana. Sólo alguna vez para tirar alguna miga. O en verano, cuando noto que el viento trae de rebote alguna orquesta. «Tú sabes que es la postverdad, Miguel?». «Claro, tengo cáncer», me dijo. Algo actualizado sí que estaba. Una vez abrió un perfil en las redes sociales para buscar trabajo; un Linkedin para combatir el paro. Pero tampoco.

 

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