La Ciudad de los Muchachos, la muerte de una utopía

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Jesús César Silva Méndez, el Padre Silva al que todos conocían como el Cura, fundó en 1957, en pleno franquismo, a las afueras de Ourense, una ciudad revolucionaria para niños y jóvenes. Benposta, la Ciudad de los Muchachos, llegó a acoger 50.000. Huérfanos, refugiados, llegados de todo el mundo. Dentro de ella, las decisiones se tomaban en un parlamento, se pregonaba el pacifismo y había un circo que viajaba por el mundo entero y que servía como método de promoción y de formación para la vida. Había también enseñanza académica, una de las primeras escuelas audiovisuales y llegó a tener un canal de TV. Todo aquello naufragó nos últimos años entre enfrentamientos, deudas y pleitos, y no sobrevivió a la muerte de su fundador. Nada de su obra, que en definitiva había sido su vida, quedaría libre de sospecha para la historia. 


Aquella mañana tenía que visitar el abogado. Se irguió temprano y encendió la radio, como solía hacer. Estaba cansado después de trasnochar entre vídeos y recuerdos de la guerra que había dividido para siempre jamás Benposta. Habían pasado seis años, pero aquella herida no curaba. Nunca superaría ver a sus «hijos adoptivos», los primeros chavales que había arrancado de la miseria para educar en el pacifismo y en la solidaridad, enfrentados por su legado. Se volvió en ese tiempo malhumorado y desconfiado, irreconocible incluso para sus allegados. Dormía poco y comía menos. La ruptura había desencadenado una espiral de deudas y juicios que ocupaban su tiempo y sus preocupaciones. Esos días de ahogo, ignorado por antiguos bienhechores, señalado por la prensa y amenazado por el Vaticano con la excomunión, solo encontraba sosiego en la pintura, su ambición juvenil frustrada.

O Padre Silva

Pero esa mañana de 2010, un día de frío invierno orensano, se paró el reloj de Benposta. Un golpe seco rompió la normalidad del día. Sohaib preparaba el coche para ir al centro cuando escuchó los gritos. Corrió sin pensarlo y encontró a todos con la cara desencajada. Lo siguiente que recuerda es al Padre Silva, inmóvil y desnudo, tirado sobre el suelo de la ducha. Cuando llegó la ambulancia, media hora más tarde, seguía con el cuerpo paralizado y sin poder hablar. Ya en el hospital se confirmaría el peor de los augurios: había sufrido un derrame cerebral que lo dejaría incapacitado para el resto de sus días. Docenas de personas acudieron visitarlo, conmocionadas por la noticia. Pero pasaron las semanas y fue quedando cada vez más solo. Postrado en una cama, conectado a un respirador por la garganta, apenas capaz de emitir leves estertores, cayó en una honda depresión. Recuperó la sonrisa de forma fugaz cuando los médicos lo dejaron regresar a la casa seis meses después. Fugaz porque su vida se marchitaba lentamente y solo había un lugar donde esperar el irremediable desenlace. Allí donde había comenzado su utopía, el sueño de un joven sacerdote que buscaba salvar los niños necesitados del mundo para convertirlos en adultos libres. Pero la Ciudad de los Muchachos, que había fundado en 1957 junto a 15 chavales y una moto –según reza la leyenda– no sobrevivió a su muerte en 2011.

Sobre los sueños infantiles construyeron un espectáculo que sirvió de sustento económico y proyección exterior del mensaje de Benposta. Recorrieron docenas de países en los cinco continentes con sus pirámides de niños acróbatas. Desde Nueva York a Tokio pasando por París.

Benposta parece hoy una ciudad fantasma. El paso del tiempo consumió la aduana, la misma que franqueó la entrada de cientos de personas en las últimas seis décadas, desde fugitivos del régimen franquista hasta hijos de ministros del Japón. En el puesto de guardia, un simple módulo de oficina, de los que utilizan en las obras pero lleno de graffitis, descubro que vive un hombre. Una cama donde duerme junto a un perro y una silla son las únicas posesiones de Carlos. Hace de guardián por un plato de comida y un sitio donde dormir. Me dice que puedo pasar sin ni siquiera hacer seña de mirar quien le habla. Todo el mundo es bienvenido en Benposta, puesto que no se aguarda por nadie.

El silencio se convierte en el primer guía por las calles de la antigua Ciudad de los Muchachos. Un silencio solo interrumpido por la música heavy y algún rugido de las «burras» de un club de moteros, el Abutres MC, que se instaló en el lugar. Nada recuerda, excepto alguna pintada, que aquí nació una experiencia única, en forma de comuna católica de autogobierno democrático, con sus instituciones, leyes y moneda propias.

Visita da entón raíña Sofía ao Circo dos Muchachos

La intemperie tiñó de pasado la cúpula imponente del circo, el lugar donde el Padre Silva había alumbrado en 1963 la segunda escuela circense del mundo. «Desde pequeños nos encantaba el circo. Cuando venía alguno a Ourense, no dormíamos la noche anterior de la emoción», cuenta su hermano José Manuel Silva, alias Pocholo. Un tío suyo, Manuel Feijóo, era el propietario del Circo Feijóo y del Circo Americano, y propio Julio César misó por primera vez en una carpa, y antes de ponerse en el altar hizo un doble salto mortal. Sobre los sueños infantiles construyeron un espectáculo que sirvió de sustento económico y proyección exterior del mensaje de Benposta. Recorrieron docenas de países en los cinco continentes con sus pirámides de niños acróbatas. Desde Nueva York a Tokio pasando por París. Cuanto más alto se levantaban, más cerca del cielo creían estar, sin pensar que la caída podía ser hasta el más hondo de los olvidos.

Por pocos días, Sohaib se libró de acabar, junto al resto de menores, interno en un centro de la Xunta. Fue él quien estuvo más cerca del Padre Silva, con el que hablaba a través de un ordenador, hasta el día que le murió entre los brazos. «El Cura no murió, lo mataron entre todos»

En el interior de la carpa, la herrumbre sobresale en los aparatos. Quillo, un viejo profesor de la escuela, un hombre esquivo que vive en una caravana lejana, justo detrás de una ruidosa fábrica de plástico que linda con Benposta, reconoce que las instalaciones están en mal estado. Que sustituyeron un contrapeso de la red de seguridad, que vendieron como chatarra, por un motor viejo de scooter que ocultan tras una tela. Hubo intentos de relanzar el espectáculo, pero no llegaron lejos.

«Aquí ya no queda nada. Lo poco que había lo vendieron, incluso los árboles», confiesa Sohaib, que llegó en 1998 de Tánger con diez años, cuando le pregunto por el estado decadente de la ciudad. Él y sus hermanos, ahora ya mayores de edad, son los últimos niños acogidos en Benposta que malviven tras su cierre. Por pocos días, Sohaib se libró de acabar, junto al resto de menores, interno en un centro de la Xunta. Fue él quien estuvo más cerca del Padre Silva, con el que hablaba a través de un ordenador, hasta el día que le murió entre los brazos. «El Cura no murió, lo mataron entre todos», lamenta cuando recuerda los últimos años.

«Ese 13 de abril de 2005 fue el día más triste de su vida», asegura este chaval marroquí. Horas antes, el Padre Silva había escapado con un grupo de niños de los agentes de policía que entraban en Benposta por orden judicial. Apenas habían llegado a Vigo cuando les dio la mala noticia: «U os llevo a vosotros o me llevan a mí preso». Ese 13 de abril remató oficialmente la Ciudad de los Muchachos. Meses antes, el juzgado de primera instancia número seis de Ourense resolvía que los menores de Benposta «no tenían la adecuada alimentación, vivían en unas instalaciones en lamentable estado de abandono y no estaban escolarizados, circunstancias conocidas por la Administración, que no tomó ninguna medida».

El dictamen llegaba tras meses de disputas entre históricos benposteños. El primero en rebelarse fue un sobrino del Cura e hijo de Pocholo, Joaquín Silva. El siguiente expulsado fue Emilio Cid Milocho, durante décadas ojo derecho del Padre Silva, hombre de las finanzas y de las confidencias. Y por último se levantó el profesorado, ante el anuncio del cierre de la escuela, pese a que había firmado un concierto con la Xunta. Los testigos recuerdan al Cura encolerizado. En largas homilías, retransmitidas por el propio canal televisivo benposteña, cargaba contra Manuel Fraga, a quien consideraba responsable de la insurrección. Según su versión, la Xunta había pagado a los opositores para facilitar la construcción de Ourense cara o Novo Milenio. Un gran proyecto urbanístico –sobre los terrenos que lindan con la Ciudad de los Muchachos– que Fraga quería levantar de cara a las elecciones autonómicas que significaron el fin de su hegemonía política.

«Durante los años finales ningún adulto se ocupaba de nosotros. Eran los chavales mayores. Depende de quien te tocara, pero los golpes y las hostias eran habituales. Cuando llegaban a los 18 años se sentían engañados, sin futuro. Cada cual se buscaba la vida como podía.

La obra no se llevó adelante, pero dejó Benposta dividida para siempre jamás. Quien se rebeló niega las acusaciones. «Fue un montaje», insiste con vehemencia Milocho, que pasó de hijo predilecto a enemigo público. Desde su expulsión emprendió una lucha en los juzgados que continúa abierta una década después contra los herederos del Padre Silva. «Descubrimos que el plan de los hermanos Silva era desmantelar Benposta para venderla, y para eso tenía que desalojar los inquilinos. El peligro no vino de fuera, estuvo siempre dentro», acusa hoy en día Zamorano, durante tres décadas director del colegio, uno de los niños fundadores y conocido como el Rey del Látigo. Organizó junto al jefe de estudios, Ardilla, un encierro dentro de la escuela que remató con una inspección educativa, detonante de la sentencia que quitaría la tutela de los menores al Padre Silva. En medio, los niños y las niñas, de los que todos se habían olvidado, excepto para utilizarlos en su batalla particular.

«Durante los años finales ningún adulto se ocupaba de nosotros. Eran los chavales mayores. Depende de quien te tocara, pero los golpes y las hostias eran habituales. Cuando llegaban a los 18 años se sentían engañados, sin futuro. Cada cual se buscaba la vida como podía», cuenta Ayoub, llegado desde Marrocos, mientras dirige el rebaño de ovejas que son su sustento.

Las últimas generaciones que llegaron a Benposta pagaron los errores del pasado. Los relatos de la vida durante esos años son desoladores: abandono, maltrato, violencia, amenazas de expulsión y deportación, coacciones, chantaje emocional… La mayoría eran chavales extranjeros, con la documentación retenida y el contacto con sus familias restringido. Algunos recuerdan como se los privaba de comida si no cumplían con deberes como ir a la misa. «Yo estuve los últimos años echando una mano y aquello había perdido el norte», recuerda Benigno, que dejó todo para centrarse en Benposta. «Me llamó el Padre Silva y le debía el favor. Cuando escapaba del franquismo me acogió y me salvó. No podía decirle que no», explica este antiguo militante comunista.

La ruptura de la Ciudad de los Muchachos abrió una grieta que dejó a cielo abierto las graves deficiencias de la revolución. Para el sobrino del Cura, funcionaba como una secta imperfecta, como una célula cerrada. «Benposta fue una mentira desde lo comienzo. Era un sistema claro de maltrato institucional», asegura este pedagogo. El circo, que durante décadas había acercado enormes ingresos, había quedado obsoleto. Y, sin dinero, poco a poco fue derrumbándose la utopía. «El circo era explotación de menores. Todo el trabajo en Benposta lo hicieron siempre los niños», dice el sobrino del Cura. «Se hablaba de que era una democracia juvenil, pero eso es una aberración. La democracia es una tarea adulta. Hacia fuera se hablaba de libertad, pero la realidad es que se vivía oprimido».

«La última palabra siempre la tenía los hermanos Silva», asiente Ardilla. Los que habían sido sus hijos adoptivos habían perdido la inocencia con el tiempo. «Llegó un punto donde o arreglábamos esto o nos hundíamos todos. Incluso algunos podíamos ir a la cárcel porque vimos y permitimos cosas…», señala el antiguo jefe de estudios. ¿Y por qué no denunciaste antes?, pregunto. «Existía un pacto de silencio, propio de los sistemas de maltrato. Quien hablaba era condenado al ostracismo», contesta Joaquín Silva. «Tenían miedo al poder y ellos no estaban dispuestos a perderlo».

Su padre, Pocholo, dice con sarcasmo no recordar ningún hijo llamado Joaquín. «Todo lo que cuentan son mentiras para desacreditar Benposta, están resentidos», dice sentado en su casa en el centro de Ourense. «Cierto es que los trapos sucios se lavaban en la casa, pero nada de eso fue verdad», rechaza con seguridad. Durante la conversación, a la que se unen su mujer y su hija, ambas ligadas al proyecto, rompen a llorar en repetidas ocasiones.

La omertá en la Ciudad de los Muchachos quedó suspendida después de la guerra entre históricos benposteños. Comenzaron a sucederse denuncias y acusaciones, antes simples rumores, que sacaron a la luz un pasado oscuro sobre la obra del Padre Silva. Hoy son muchos los que defienden abiertamente que allí hubo conductas muy graves que quedaron impunes. «Yo tengo constancia en primera persona de pedofilia. Del Cura no, pero sí que el sistema fue tolerante y permisivo», afirma sin pestañear Joaquín Silva. «No era un problema generalizado, pero sí hubo casos aislados», dicen por su parte Ardilla y Zamorano. «Hubo también menores embarazadas que fueron llevadas a abortar de forma clandestina».

«El Cura no tuvo culpa», matiza Sohaib, que como muchos antiguos benposteños quita responsabilidad al fundador, a quien siguen considerando como un padre. «Yo pensaba igual, pero hoy no entiendo como dejó que ocurrieran ciertas cosas», añade Benigno. En la ciudad sin muchachos, el Padre Silva dedicaba el poco tiempo que le dejaban los juicios y las deudas para pintar. Preparaba una exposición bajo el título «Cristo roto» que, pensaba, le devolvería el merecido reconocimiento. «Estaba muy ilusionado, se encerraba durante horas para pintar, era su refugio», recuerda Sohaib. Sobre el lienzo dejó retratadas algunas de los fantasmas que lo perseguían. En uno de los cuadros más duros, que desapareció tras su muerte, el Padre Silva se retrató comiendo un grupo de arlequines, los protagonistas del circo. Una imagen que evoca la obra Saturno devorando sus hijos. En otro, aparece crucificado mientras los niños arden en una hoguera. «Expresaba lo que sentía con la pintura. Los cuadros reflejaban su estado de ánimo, la sensación de verse atacado y perseguido, pero también tenían mucho de expiación».

Las acusaciones, tras explotar el conflicto, llegaron la oídos del propio Vaticano, que envió a miembros del Tribunal para la Doctrina de la Fe, sucesor de la Inquisición. La amenaza de excomunión cayó sobre el Padre Silva como una piedra. «Sé que el tribunal de Dios, en el que estaré citado dentro de poco tiempo, me tratará con más compasión por mis múltiples delitos. Me preparo cada día para presentarme, con la libertad de los hijos de Dios, ante su divino tribunal. El único tribunal que respeto y temo», le escribió poco antes de morir a William Joseph Lavada, presidente del Tribunal, en una carta donde pedía su absolución.

La correspondencia y los escritos de los últimos años muestran un Padre Silva desesperado. Las deudas de Benposta superaban los tres millones de euros y hacían imposible su continuidad. Más de la mitad eran pagos a la Seguridad Social, que habían acumulado durante décadas. «Nunca se pagó», reconoce Milocho, que había sido encargado de gestionar el dinero. Benposta avanzaba hacia ruina y el Cura recurría la todos los que algún día habían mostrado simpatía lo pones su proyecto.

Escribió con especial insistencia al presidente de la Diputación, José Luis Baltar, pero también al entonces líder del BNG, Anxo Quintana, a Pepe Blanco e incluso a José Luis Rodríguez Zapatero, por entonces aún presidente del Gobierno. «Fenosa nos cortó la electricidad hace casi dos años y vivimos con generadores. Me veo en el deber de acudir a la Cruz Roja y la Cáritas para poder alimentar a la poca gente que queda en Benposta. Pasamos por una terrible situación financiera», dejó plasmado el Cura en una de las cartas dirigidas a Baltar.

Nadie quería saber nada de él, ahora que había caído en desgracia. Años atrás, en el 2006, había tratado de vender la finca de Benposta para convertirla en una urbanización. El promotor, un constructor ferrolano de nombre Roberto Rodríguez López, invirtió más de dos millones de euros hasta que la burbuja inmobiliaria llevó por delante su negocio. Nunca recuperó el dinero ni comenzaron las obras. «Estoy en la puta miseria. No quiero saber nada de Benposta. Siento que me engañaron», contesta enfadado Rodríguez López.

«Todo se hizo para salvar la Ciudad de los Muchachos», defiende Antonio Martínez, Toni, el preferido del Cura. Pero el destino del dinero que ingresaron por la venta fallida no fue para saldar las deudas, que siguen vigentes. «Claro que se pagaron, algunas, pero aquí teníamos que vivir», se defiende Toni, que preside ahora una institución que es más pasado que presente. La cúpula que heredó el control sobre Benposta vive enfrentada entre sí, mientras los benposteños expulsados presionan en los juzgados para reclamar el legado del Padre Silva.

«Benposta ya no tenía sentido en la España actual y sus sucesores no pueden reemplazarlo», sentencia el hermano del Cura. La obra que había nacido para rescatar del hambre y de la emigración del franquismo a cientos de niños desamparados, había desaparecido con el paso de las décadas. El golpe definitivo llegaría en septiembre de 2011 con la muerte del Padre Silva. Un multitudinario funeral despidió el hombre que había fundado de la nada, en medio de un monte, una utopía que había deslumbrado al mundo. Quedan, sin embargo, Ciudades de los Muchachos en Venezuela y Colombia.

Las únicas actividades que todavía acoge el recinto son festivales de rock, como el Reperkusión, en el que eran habituales Manu Chao o Emir Kusturica. En marzo de 2016, la Seguridad Social sacó la subasta los terrenos que quedaban, 32.000 metros cuadrados, por 1,5 millones de euros, y los adjudicó a una empresa de autocares por 412.000. Un empresario, antiguo «muchacho», que pretende desarrollar allí un proyecto educativo que salvaguarde el legado del Padre Silva, reclamó judicialmente la anulación de la subasta y mejoró la oferta a 615.000 euros. El gobierno local de Ourense (PP) rechazó proteger la finca de Benposta en el futuro Plan de Urbanismo, como pedían la oposición y el empresario. Enero de 2019, la empresa ahora propietaria reclama judicialmente el desalojo de los 25 habitantes que quedan en Benposta. Son aquellos chavales, que Silva consideraba sus hijos, los mismos que habían levantado con su trabajo esta ciudad revolucionaria, y que años después son los protagonistas de su triste final.

 

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