¿ Cómo se votaba antes?

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De tanto repetirlo, en el Estado español son muchos los que creen que no tenemos tradición de sufragio, que todo empezó en 1977 con un precedente corto y casi excepcional en la II República. De tanto repetir esta deformada versión del pasado, no pocos piensan que no hay tradición parlamentaria liberal. De tanto quejarnos de los defectos de la democracia actual, acabamos convencidos de que no tenemos experiencias democráticas en el pasado, sino fracasos. De tanto agigantar la memoria reciente, la mayoría, derecha e izquierda, piensa que nosotros inventamos la democracia y que nuestros pobres abuelos, bis y tatarabuelos nunca vieron una urna ni hicieron una campaña electoral. Pero si estamos aquí fue porque navegamos encima de largas olas de democratización del pasado.

La historia que recordamos y nos recuerdan comenzó el 15 de junio de 1977, votando hombres y mujeres mayores de 21 años. La historia, más o menos conocida, tiene un hito muy reconocido: lo de 1933, con la trabajada conquista del sufragio femenino que, por cierto, en el Estado español se logró bastante antes que en Francia o Italia. La historia poco conocida se remonta a 1868 con el sufragio universal masculino. Pero hay una historia desconocida –más que la Edad de Hierro– que comienza hace poco más de doscientos años. Muy del gusto español olvidar el siglo XIX para remontarse a Atapuerca.

El 19 de noviembre de 1933 se celebraron las primeras elecciones generales con el sufragio femenino en España. La revista Estampa publicó entonces un reportaje sobre cómo se votaba en municipios pequeños, alejados de las grandes ciudades.

El audaz liberalismo revolucionario español (1810-1875)

La historia electoral hasta la implantación del sufragio universal masculino del Sexenio Democrático, se resume en un inicio en el que todo dios (luego lo explicamos) tiene derecho de sufragio, sigue con un up and down (5% de la población en 1844 o 1854 VS. 0,8% en 1846) y finaliza en el punto medio, con un 2,6% de la población con posibilidad de votar en 1866. La historia del voto refleja con acierto un período que amanece con una intensa movilización popular revolucionaria en 1810 y luego deriva en una posrevolución fluctuante entre gobiernos y leyes electorales de moderados y progresistas que, en medio, mira el desarrollo de un tercero en discordia representado por una unión liberal responsable de la reforma de 1865 que produce ese 2,6%. Pocos votan en esa fórmula de sufragio censatario liberal, ¿no es así? Pero ¿qué nos dice la historia comparada? Pues que estos porcentajes aguantan bien la comparación con los principales países europeos y que mismo vencen a los puntos.

En la Francia de 1831 o 1846 tenía derecho a voto entre el 0,5 y el 0,7% de la población, en el Reino Unido de 1832 el porcentaje sube al 3,3%, mas en el neonato Estado de los belgas solo lo hace en la misma fecha el 1,1%, y en el vecino Portugal aún en 1845 no habían llegado al 1%. El caso francés, con el establecimiento del sufragio universal masculino después de 1848 (algo tramposo: se usó en los plebiscitos, pero en las elecciones comunes la teórica universalidad caía entre un 30% y un 70% por las condiciones de residencia exigidas), lejos de ser el modelo a seguir fue la excepción, y por tanto apenas sirve como criterio de comparación.

En el segundo tercio del siglo XIX poco se avanza en Europa; de fijarnos en Bélgica (1,8% en 1865), Italia (2,2% en 1861), en los Países Bajos (2,7%, en 1870) o Portugal (menos del 2%), ese 2,6% hispano de 1866 no desentona nada. Valorar el 10% del Reino Unido de 1868 exige, para no hacer trampas, tener en cuenta que aquí el voto seguía siendo público, lo que suponía un condicionamiento importante por más que sus defensores lo presentaran como expresión de la franqueza british (los radicales cartistas no pensaban igual: uno de los puntos de su Carta fue siempre el voto secreto). Lo que realmente diferencia los ingleses –su Brexit en el sufragio–, no es ese 10% sino la generosa socialización pública de las contiendas electorales, con meetings y confrontaciones públicas de candidatos casi desconocidas en otros hogares.

Mas todo el anterior apenas supone arañar en una parte de la historia, pues lo realmente importante es saber lo que hacían con su voto los privilegiados (solo hombres), así como valorar la respuesta a las presiones que les llegaban para dirigir la papeleta en determinado sentido. Votar, desde las seminales elecciones de 1810, siempre fue un juego de fuerzas e intereses en el que, en origen, intervenía el mismo dios (de ahí el comienzo de este relato): no otra cosa significaba la mano inocente que, entre los tres candidatos finales, sacaba al elegido, una suerte de ordalía justificada en la intervención de la voluntad divina que algunos, como el liberal Valentín de Foronda residente en A Coruña, criticaba por ser el azar lo que al final decidía.

En las elecciones de 1810, 1813, 1820 y 1821, la legislación que se aplica define un sufragio universal masculino, pero indirecto en varios escalones, que nos remite en su apariencia a las fórmulas de primarias y caucus que asociamos a la tradición norteamericana cuando, en realidad, están reflejando la precocidad y continuidad de unas prácticas que, en origen, se compartían a ambos lados del Atlántico. El asunto era así: los vecinos varones mayores de edad y con casa abierta, eligen en las parroquias sus compromisarios, un proceso que se repite en los siguientes niveles electorales con la correspondiente jibarización en el número de electores hasta derivar en que, por ejemplo, en los comicios de finales de 1821 los 16 diputados por Galicia los eligen, juntitos en A Coruña, solo 43 compromisarios. Los resultados muestran que, con una legislación semejante, la clave de los resultados está en los intereses y en las influencias que tiran en el proceso.

Por eso, en las elecciones de 1813 eclesiásticos y realistas movilizados después de verle las orejas al lobo con la legislación gaditana, casi hacen pleno al sacar 15 diputados de su cuerda de los 16 que corresponden a Galicia (curiosamente, la oveja fuera del sendero por liberal fue… un cura), mientras que en las de 1821 todos los diputados, sin excepción, resultan liberales. En 1813, los contrarios a la obra de Cádiz echan mano de su capital relacional y consiguen, desde las elecciones parroquiales, compromisarios a favor de sus principios que se reproducen en los siguientes escalones del proceso, con los constitucionales en la inopia confiados en la bondad de sus ideas; en 1821 unos liberales ya avisados hacen lo propio y, además, inauguran una estrategia llamada a convertirse en clásica: poner los recursos administrativos en provecho de sus candidatos.

 

Óleo de Salvador Viniegra, pintado en 1912, que recrea el momento en el que las Cortes de Cádiz promulgan la Constitución de 1812, «La Pepa». (Museo Histórico Municipal, Cádiz).

El período que va del Estatuto Real de 1834 (una ley electoral «para la convocación de las Cortes Generales») a 1868, contiene varias legislaciones electorales diferentes, todas con sufragio censatario masculino, directo y en general con distritos de diputado único, que explican los bamboleos porcentuales acerca del cuerpo electoral. Un análisis simple y simplista, pero muy extendido, al constatar que las elecciones las gana el gobierno que las convoca, deduce la presencia de una maquinaria que pone y quita diputados según los deseos del gobierno de turno, sin capacidad civil de réplica.

Al margen de otras consideraciones, ese vistazo ignora las complejas negociaciones que entre los ministros de la Gobernación encargados del tema electoral y los notables (los poderosos, «influyentes», los «amigos», los «caciques» si se quiere) de los diferentes distritos, se tejen para acordar candidatos del agrado de los dos bandos. El gobierno dispone de sus recursos, cada vez más, pero como venían a decir unos electores de O Valadouro, en el norte de Lugo: nosotros no somos unos pobrecitos que podáis avasallar (que para eso pagaban, como mínimo, 400 reales en impuestos), afirmando que les sobraba «independencia para apoyar candidatos diferentes a los patrocinados por el gobierno».

Lo mismo venía a decir un votante soriano al hablar de que las palabras iban para el gobernador (el Estado) y los votos para el obispo (el notable local). Así, un recordman de reelecciones consecutivas, el cordobés Martín Belda (diez veces elegido entre 1846 y 1868), confesaba que el secreto de su éxito estaba en atender sus votantes, «ya promoviendo sus intereses locales, ya los particulares de cada uno».

El ideal –a prueba del algodón de los gobernadores civiles–, era encontrar individuos «arraigados» en el distrito y, al tiempo, predispuestos a apoyar el gobierno, algo no siempre fácil. Y la clave para mantener una buena relación entre unos y otros, los favores y servicios, particulares o derivados de un empleo privativo de bienes públicos, que garantizan la continuidad de las adhesiones clientelares (o como mínimo, generan la expectativa, la esperanza, de una recompensa futura).

Fraude había en las listas electorales manipuladas, en los muertos que votan o en el «pucherazo», pero también corrupción con votos intercambiados por favores (o directamente comprados), una fórmula que, estilizada al pasar de los agraviantes beneficios particulares a unos colectivos más presentables, y mediada por planteamientos ideológicos y por la imprescindible ampliación del sufragio, estará en las bases de la progresiva democratización del sistema, aunque suene mal escucharlo. Pero esa ya es otra parte de la historia.

 

Jura de la Constitución por la reina regente María Cristina en 1897 (obra de Jover Casanova y Sorolla y Bastida. Fondo: Senado).

Aunque otra vez efímero, el siguiente escalón en el avance del sufragio universal (masculino) se dio en la Revolución «Gloriosa» de 1868, que puso fin al reinado de Isabel II. El Gobierno provisional liderado por Prim convocó elecciones a unas Cortes constituyentes en las que pudieron votar todos los mayores de 25 años, independientemente de su nivel de contribución. Aquel derecho democrático que extendía el sufragio a la ciudadanía (masculina), dejaba atrás el modelo de elecciones censatarias anteriores, y quedó establecido en la Constitución de 1869. La evolución del Sexenio democrático que había empezado finalizó en una dictadura republicana, en 1874, con un general Serrano equiparable al Presidente MacMahon que aniquiló la Comuna de París.

Lo más interesante de esta etapa está en las lógicas tensiones que introduce el sufragio universal masculino que, si por un lado permite resultados tan impresionantes como las más de 20 capitales de provincia con mayoría republicana en las municipales de diciembre de 1868 (en la onda movilizadora de las juntas revolucionarias), por otro contempla también la continuidad de las clásicas maniobras de intromisión electoral gubernamentales en el provecho de sus candidatos, evidentes por ejemplo en las organizadas por Sagasta en 1872.

El brutal incremento del electorado, sumado a la agitada coyuntura del Sexenio, obliga las rápidas readaptaciones del aprendizaje electoral iniciado en 1810. La compra de votos o las presiones a los económicamente dependientes se desarrollan con intensidad, mas también brotan ahora las primeras experiencias de socialización popular del proceso electoral que no dejaron de causar inquietud en aquellos acostumbrados a trabajar con electorados pequeños y homogéneos. Como dice con temor un agente electoral lucense, de las luchas contra las quintas y los consumos «algo queda» en las urnas.

A votar y a valorar la fuerza del sufragio se aprende en un proceso lleno de impurezas, sin líneas rectas, sin caminos empedrados y con muchos imprevistos a la vuelta de cada esquina que las élites políticas del momento no tenían claro poder manejar, y de ahí su apuesta por la vuelta al más manejable sufragio censatario a partir de las elecciones de 1879.

Larga continuidad de la Restauración a la República (1876-1936)

En 1876 se restauró la monarquía borbónica y la vida electoral –con la vuelta del sufragio restringido– retomó durante década y media algunos patrones anteriores al Sexenio: reparto de los escaños ahora entre dos partidos del turno, restricción del derecho de sufragio a una minoría considerada «capacitada», ausencia de neutralidad de los órganos administrativos… Todo esto en el marco de un territorio dividido en distritos uninominales, excepto algunos urbanos (A Coruña y Lugo, en el caso gallego). La ley electoral de 1890 supuso un cambio fundamental al restablecer el sufragio universal (masculino), un derecho con potencial de sobra para alterar la manera de ejercer y entender la política, pero que no tuvo efectos de envergadura hasta que se combinó con otra corriente de fondo de la Galicia de la época: la movilización asociativa, vinculada al agrarismo, al obrerismo, a la acción de los emigrados, a las actividades de ocio, de la cultura, el deporte y un largo etcétera.

El surgimiento de las primeras sociedades agrarias en el litoral pontevedrés y ferrolano en la última década del XIX tuvo mucho que ver con la trascendencia que gana el voto de los labradores, revalorizado por su peso numérico mas condicionado por mecanismos de dependencia (usura, foros, etc.) o mediación con los que el movimiento agrarista buscaba romper y superar.

La expansión del agrarismo se dio, a partir de 1907, con organizaciones que aspiraban a actuar en la escala gallega (Solidaridad Gallega, Unión Campesina, Directorio de Teis, Acción Gallega). Fue también ese el año en que el reformismo conservador de Maura se plasmó en la ley electoral de 1907, encaminada en la teoría al «descuaje de él caciquismo». Entre sus cláusulas, dos contradictorias: el voto obligatorio (art. 2), que buscaba fomentar la participación y la conciencia ciudadana, y el famoso artículo 29, que establecía que cuándo en un distrito hubiera el mismo número de candidatos que de puestos a cubrir la proclamación fuera automática. El artículo 29 encontró suelo fértil en Galicia, donde llegó en ocasiones a aplicarse a casi la mitad de los diputados electos y hasta acabó haciéndose un hueco de honor en el refranero con la famosa expresión «o carallo 29».

Tal éxito lo convirtió a ojos de los observadores en la prueba de la idiosincrasia caciquil de Galicia. Los trucos de los grupos locales de poder –liberales y conservadores– para impedir la presentación de candidaturas hostiles y lograr sacar los suyos «polo carallo 29» dieron lugar a un anecdotario infinito: juntas electorales reunidas a escondidas, relojes con la hora adelantada para que expirara el plazo, coacciones… Y, con todo, en una significativa minoría de casos a aplicación del 29 no debe interpretarse como síntoma de la fortaleza caciquil, sino de su debilidad: amenazados por el fortalecimiento de opciones alternativas, normalmente de base agrarista, los poderosos debieron pactar con ellos y cederles la entrada en las corporaciones municipales a cambio de no presentar candidatos a Cortes.

La proliferación de asociaciones combinada con el sufragio universal masculino derivó en un proceso de alta socialización en la política, con la celebración de campañas electorales dignas diera nombre (mítines, programas…) que además amplificaban su alcance a través de la floreciente prensa local. El derecho de voto, concebido desde la teoría política liberal como un derecho estrictamente individual, por mor de las características de la Galicia rural de la época consiguió una apariencia comunitaria.

No fue infrecuente que las sociedades agrarias decidieran en asamblea previa el sentido del voto, acudieran en procesión a la mesa y depositaran la papeleta en grupo, con escaso respeto (aparente) para un secreto del voto apenas protegido por la normativa vigente, pudiendo mismo multar o expulsar a los que no respetaran la consigna establecida.

La violencia alrededor de los actos electorales choca a un observador contemporáneo, pero la historiografía coincide en interpretarla como un signo de debilidad de las fuerzas de turno: el recurso a la coacción física era el último escalón, cuando desafíos con fuerte arraigo social ya dejaban de funcionar. Aunque sea paradójico, la politización de la sociedad en la Restauración tuvo mucho que ver también con la habilidad con la que los grupos de poder supieron imitar los métodos de sus contrincantes, creando sociedades afines, cabeceras de prensa que enfrentaran las campañas de republicanos o agraristas y complementando la lógica del favor personal, insuficiente en tiempos de sufragio universal, con la del bien colectivo (obras públicas, medidas de cambio técnico en la agricultura…).

La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) supuso un paréntesis en la dinámica electoral, no siendo por el simulacro de plebiscito (1926). Pero curiosamente, sería la Dictadura la que haría la primera concesión al sufragio femenino, reconocido en los Estatutos Municipal (1924) y Provincial (1925) impulsados por José Calvo Sotelo. Las elecciones municipales eran una larga y demorada defecto a la que el liberalismo hispano no lograba ponerle remedio desde las disputas entre progresistas y liberales en los albores del siglo XIX.

Mitin no teatro Olympia de Barcelona organizado pola CNT e a FAI o 9 de agosto de 1936
Mitin no teatro Olympia de Barcelona organizado pola CNT e a FAI o 9 de agosto de 1936

Como es bien sabido fueron unas elecciones locales, en abril de 1931, las que desembocaron en la caída de la monarquía. Huido el Rey, el gobierno provisional ordenó repetir los comicios allí donde se habían impuesto candidaturas monárquicas (en muchos casos en la última aplicación del infausto 29). Excepto unos pocos ayuntamientos en 1933, ya no habría más elecciones municipales durante toda la República, compensadas con gestoras nominadas desde los gobiernos civiles en aplicación de una lógica partidista en octubre de 1934 y de otra diferente tras el triunfo del Frente Popular. Se inutilizó de este modo una vía primordial para el aprendizaje democrático.

En las elecciones a Cortes, el deseo de distanciarse del sistema restauracionista y de que primaran las ideas sobre las personalidades llevó a la opción por las circunscripciones provinciales con listas abiertas. La socialización en la política democrática se aceleró, a pesar de la continuidad de todas las impurezas de los procesos electorales, que no se pueden ni esconder ni exagerar. Algunas estaban causadas porque los antiguos opositores al sistema restauracionista no eran necesariamente inmunes a caer en las mismas tentaciones cuando eran ellos los que tenían el control de los resortes de poder. Otras se debían en cambio al fervor y las esperanzas que se depositaban en la política como instrumento para llevar a la práctica las esperanzas de amplios colectivos sociales que ahora tenían plenamente voz y voto en los asuntos públicos la imposición.

El grado de politización, movilización y conflictividad consiguió en los años treinta niveles semejantes a los de otras democracias europeas y americanas. La diferencia vino del golpe de 1936 y, sobre todo, de la posterior y anómala supervivencia del franquismo después de 1945 que puso fin la una trayectoria que, hasta ese momento, poco había diferido de la sucesiva en la mayor parte de Europa.

¡Con Franco votábamos mejor!

El franquismo, declarado como régimen totalitario por el dictador antes de que la previsible derrota de sus socios e inspiradores en la II Guerra Mundial lo habían llevado a inventarse la nominal democracia orgánica, no había previsto votar como puede suponerse de un régimen nacido de un golpe de estado (julio de 1936) contra lo resultado de unas elecciones (febrero). Precoz en tantas cosas, también lo fue en el uso del referéndum como medio de legitimación que, después de una persecución kafkiana y unas matanzas identificables como «holocausto español», solo podía salir bien para un régimen orwelliano que había convertido el territorio español en una inmensa prisión.

En 1947, en pleno juicio de Núremberg y con las Naciones Unidas que habían ganado la guerra a Alemania, Italia y Japón discutiendo sanciones, cierre de fronteras y retiradas de embajadores, el franquismo convoca el referéndum para aprobar la Ley de Sucesión en la Jefatura de él Estado. Es decir, para convertir España en una monarquía en diferido. Toda la coalición ganadora de la guerra en 1939 se movilizó como un solo hombre a favor de aquel refrendo. Habían sido falangistas, católicos conservadores, monárquicos arrepentidos, alféreces provisionales ascendidos o carlistas recalcitrantes, les iba la vida por la sangre derramada, a la Iglesia y todos sus ministros también. El resultado no podía ser otro que lo que fue: a favor 12.628.983 (89% de los votantes) en contra 643.501 (11%). Y así hasta el final: el referéndum para aprobar la Ley para la Reforma Política de 15 de diciembre de 1976;  todo eso mediante democracia orgánica, Cortes corporativas a partir de 1943, para las que se sometía la elección un tercio llamado familiar. Municipales desde 1948, con el mismo sistema de tercios.

Cuando después de la derrota de los fascismos todo el mundo democrático experimentaba la explosión del sufragio universal masculino y femenino y un boom económico, en el Estado español se construía un sistema trucado y caciquil de coacción. Paradójicamente, la primera historiografía democrática atribuirá esas prácticas vividas y conocidas directamente no al franquismo, sino a la herencia histórica del liberalismo decimonónico y de la Restauración y mismo buscaría en pasados remotos lo que el franquismo construyó ex-novo.

Cuando la memoria es tan potente, la historia tiene aún mucho que indagar sobre las elecciones en el franquismo, y las rupturas que los más jóvenes –enseguida opositores– abrieron desde los años sesenta dentro del régimen en Cataluña o en el País Vasco y Navarra, mismo en Madrid. En Galicia menos: la consigna familiar de no significarse era una lancha de salvamento doméstico botada en los astilleros de las matanzas discriminadas de 1936 y 1937. Cuenta uno de nuestros padres, nombrado vocal de una mesa electoral para unas elecciones al tercio familiar a mediados de los años sesenta en el ayuntamiento de Narón, como la mesa recibió la visita del alcalde para explicarles –«con un mitin falangista»– cuales de los candidatos iban a salir elegidos. Y nótese que todos los candidatos ya eran del régimen.

Cuando el franquismo quiso renovarse haciendo su tercer referéndum (el citado de la Reforma Política) demostró que su sucesivamente renovada maquinaria seguía intacta y por eso la Ley tuvo 16,5 millones de votos a favor (un 94,17% que mejoraba lo de 1947 y solo quedaba algo por debajo del 95,6 de votantes a favor del Referéndum de la LOE de 1966). Pobre franquismo. Aquello fue un espejismo de tal calibre que lo que pasó seis meses más tarde –las elecciones de 15 de junio de 1977– aún no acabó de ser entendido ni explicado por los protagonistas ni por sus herederos. Los 16,5 millones de votos logrados a favor de la reforma franquista mermaron hasta los 7,8 millones para un franquismo repartido entre la minoritaria AP y una UCD que mismo incorporaba antifranquistas. El resto, y por lo tanto la mayoría de los votos, fue a parar a la izquierda 7,8 –con claro dominio del PSOE– y los nacionalistas –vascos, catalanes, canarios– 1,1 millones.

Bien sabemos que el relato de la Transición viene siendo otro. Pero vistos los resultados lo cierto es que la gente –la ciudadanía– cuando pudo votar otra vez –no por primera vez–, con capacidad para elegir entre varias opciones, incluso en una libertad relativa y con partidos aún ilegalizados, sin igualdad de acceso a los medios y recursos públicos y con el franquismo del Movimiento controlando todo el aparato del Estado –no solo los gobiernos como antes de 1936– demostró de sobra que sabía que hacer con el voto.

Puede que votara con la memoria de la guerra y con el miedo del golpe, pero también con mucho bagaje electoral heredada. La demoscopia de 1977, aún al servicio casi exclusivo del Régimen no lo pronosticó y la Ciencia Política nunca lo explicó. No todo fue fácil, el franquismo saliente en demócrata popularizó luego su particular concepto de voto «libre y secreto» convenciendo –¿presionando? – a muchos votantes de que el voto era un secreto tan secreto y no se podía –estaba prohibido– decir. Otro ajuste más de los poderosos a los efectos del sufragio universal en el largo discurrir de los tiempos.

Todo lo que pasó después no lo vamos a contar, pero no está de más reparar en la capacidad de uso del voto de nuestros ancestros. Su práctica creó cultura familiar e ironía política y por eso nunca quisieron desengañar los jóvenes, actores de la Transición, que siguen convencidos de que nos trajeron la primera democracia.

 

Miguel Cabo Villaverde, Lourenzo Fernández Prieto y Xosé Ramón Veiga Alonso

Los autores son profesores del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago e investigadores del Grupo HISTAGRA.

 

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