Adoración Bárcena

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De estudiante en Compostela vivía muchas noches de teatro. Las representaciones sagradas sucedían en el bar Dado-Dadá, en compañía de los actores Dorotea Bárcena, Laura Ponte y Roberto Vidal Bolaño. Hablaban de poesía y de teatro gallego con la autoridad de quien se sabe de memoria versos y diálogos completos; siempre entre whiskys a los que nunca se les derretía el hielo. Dorotea era una lectora insaciable; Roberto, el dramaturgo a quien yo más admiraba; y con la potencia y personalidad que tenía -y sigue teniendo– Laura me brillaban los ojos. Los respetaba: no sé palabras que expliquen lo que aprendí con ellos. Pero sobre todo me enseñaron a quererlos.

Para el estreno del Follas Novas (1985) del Centro Dramático Galego, Laura -la actriz principal- y yo convencimos a Dorotea -la directora- de que se comprase un vestido nuevo. Se compró uno de gasa… que quemé con un cigarrillo mientras esperábamos a que comenzase la obra. La vergüenza aún me dura. Pero mientras la platea rompía en una ovación interminable al final de la función, Doro, tan poco materialista, me apretó la mano y dijo: «Ahora tendrás que chamuscarme la ropa en cada estreno». Y salió al escenario a saludar, feliz con su agujero en el traje. Convirtió mi avería en un momento positivo y delicioso: me enseñó una lección de vida.

Diez años después, Dorotea formó parte del elenco del Martes de Carnaval (1995) que dirigió Mario Gas para el Centro Dramático Nacional. Fue la excusa perfecta para pasar yo unos días en Madrid. Quedamos y la esperé en el ambigú del María Guerrero después de una de las representaciones, y apareció con aquel vestido negro de cuadros blancos entrecruzados en el pecho: el agujero seguía allí, y por él se le escapaban los latidos de emoción que sentí al abrazarnos.

Dorotea respiraba teatro. Te atrapaba en sus dramaturgias, con una pluma afilada y reivindicativa que tocaba temas de difícil digestión para los espectadores de los primeros 70. Sus libretos, en especial los que escribió para su compañía Teatro da Lúa –O Agnus Dei dunha nai (1981), Mulliéribus (1987) o As Mulleres do porvir (2003)-, siempre defendieron a las mujeres, aunque dejan un poso amargo: el de la realidad. Doro era la más frágil y la más fuerte de todas.

Mulliéribus (1987).

Se entregaba en la dirección, estudiando cada palabra del texto para poder matizar en el escenario la voz y los gestos de los intérpretes. Dirigió con Xulio Lago el Woyzeck (1984) del CDG: catorce actores fabulosos a los que Dorotea podría sustituir sin esfuerzo porque no se le escapaba una sola coma del guion. Ella y Xulio fundaron, en 1970, el grupo Esperpento y estuvieron al frente de sus primeros montajes: Las bicicletas, Historias del Zoo, La Orgía, que los dos me describieron con detalle tantas veces; lástima que nunca las llegué a ver.

El baile de las ánimas (1993).

Como actriz era descomunal. Arrastraba una pierna, por un accidente de coche, pero nunca la vi cojear encima de un escenario, donde se hizo memoria con interpretaciones que todavía sentimos los que tuvimos la suerte de verla. El cine guarda el cariño con el que la dirigió Pedro Carvajal en Martes de Carnaval (1991) y en El baile de las Ánimas (1993), donde compartió rodaje con Ángela y Mónica Molina, Joaquim de Almeida y Ana Álvarez. José Luis García Sánchez le reservó un papel en Divinas Palabras (1987), y también la recordamos en Os mortos van á presa (2008), de Ángel de la Cruz, y en Os Lobos de Arga, de Juan Martinez Moreno.

Divinas palabras (1987).

Para televisión participó en comedias de aquí y allá: Quién da la vez, Pepa y Pepe, Menudo es mi padre, Nada es para siempre, Maridos y mujeres o Escoba! La popularidad le llegó el día que entró en el programa más folclórico de la TVG junto a los Tonechos Roberto Vilar y Víctor Fábregas. Los dos sabían que, de la mano de Doro, espectadores de cualquier condición aceptarían su humor: ella impuso profesionalidad; ellos le dieron el amor del público. ¡Y vaya si funcionó!

Nunca olvido aquellos años con Dorotea, Roberto y Laura, un trío imposible de separar en mi memoria. Les debo mucho de lo que soy y sé. A Doro y a Roberto no pude contárselo nunca: ya se habían ido cuando empecé con esta columna, que probablemente no escribiría si la vida no nos hubiese amistado. Laura Ponte conserva toda la potencia con la que me maravilló, y cada vez que veo una foto suya en las redes sociales, recuerdo a los tres juntos y sonrío, sonrío tanto que no me llega la boca.

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