Cifuentes como la guerrera de Mad Max 2

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Veo a Cristina Cifuentes y veo, con todas las diferencias que quieran, la valquiria aquella de Mad Max 2. La guerrera rubia que atrae todas las miradas: las de los motarras, sus enemigos, que quieren asaltar el fortín de los buenos; las de Mel Gibson, por muy de duro que vaya, y las de los espectadores, unos atraídos por su prestancia de amazona arrojada, y otros por cómo logrará mantener impoluto su traje de combate blanco en aquella polvareda de desierto, y derramando tanta sangre como se derramaba. Veo a Cifuentes y adivino tras ella la sombra de la guerrera, encarnada por Virginia Hey, que cae derrumbada del camión en el que escapa con Mel Gibson cuando la victoria casi se tocaba con las manos, después de superar mil y una perrerías.

Cristina Cifuentes no atravesó el desierto australiano pos apocalíptico, pero sí mantuvo impoluta su blanca clámide de guerrera centrista en medio del lodazal que montó el Partido Popular de Madrid en las últimas décadas y del saqueo de las instituciones que gobernaban. Su blancura relucía sin que salpicase ni la corrupción, ni las puñaladas, ni las patadas voladoras que eran la constante en la organización, pese a que llevaba desde la mayoría de edad metida en su sala de máquinas. Incluso sobrevoló como un ángel etéreo una controvertida gestión como delegada del Gobierno en Madrid, con clamorosos errores profesionales -no sé se políticos- como cuando señaló cómo culpables de los enfrentamientos entre deportivistas y ultras del Frente Atlético en el Manzanares a «unos trescientos elementos pertenecientes a una escisión de Resistencia Gallega». Más o menos como asistir la una boda de Game of Thrones con un vestido de Pronovias y salir sin mancha alguna.

¿Inocencia a prueba de fuego? ¿Centrismo inoxidable? En realidad, el mérito de Cristina, como de muchos políticos jóvenes, es el de haber llegado hasta donde están practicando la mediocridad necesaria como para resistir e ir subiendo, y prometiendo una potencialidad nunca demostrada. En este país lleno de abogados del estado, registradores de la propiedad y corredores de comercio, se puede sentar plaza de promesa kennediana con solo andar en moto, tener un tatuaje, dejarse ver en un concierto de Russian Red y declararse adicto al Call of Dutty. Si después piensas como tu tía Pura, la de Segovia, dirigente de la Adoración Nocturna y simpatizante de Vox, tanto da.

Por eso Cifuentes no cae empujada por los votos de un electorado que debería demostrar que algo le importa que le roben impunemente, y que gestionen mal sus impuestos, aunque sea para dar la oportunidad de que los gestionen mal otros. No cae tampoco defenestrada por su propio partido, como le pasó a alguno, cuando uno de los dos (el cargo o el partido) se extrañan de verse en el mismo proyecto, igual que quien por la mañana, después de una noche movida de más, descubre que comparte cama con alguien a quien no se le acercaría de día.

Si Cristina Cifuentes acaba cayendo como Virginia Hey del camión abajo, atravesada por las flechas es, como en la película -y aguardo no destripar ningún final de un film estrenado en 1981- porque mientras atacan el camión cisterna, que resulta estar lleno de arena, los que de verdad siguen teniendo la codiciada gasolina del poder escapan en otra dirección en un autobús, como quien ve en una excursión del Imserso. Hacerse la rubia tiene también sus inconvenientes.

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