Ponferrada

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Durante mi infancia Ponferrada era un lugar mítico. En mi cerebro de seis años, para salir de Galicia, había que pasar por aquella puerta mágica que cruzarla prometía un universo desconocido. Entonces viajábamos en un Gordini, apodado el coche de las viudas, porque era complicado tomar las curvas cerradas con aquel vehículo. Quizás como una metáfora inconsciente que representaba el mundo en que vivimos, mi padre había hecho pintar el coche en blanco y negro: el techo, el capó y el maletero de negro y las puertas de blanco. Toda A Coruña nos conocía al pasar, sus amigos tocaban el claxon o la gente se paraba a mirar a aquel coche estrafalario. Dondequiera que íbamos el auto se convertía en el centro de atención. Mi madre odiaba la combinación de colores y sobresalir de esa manera, sobre todo porque el Gordini, amenazaba con dejarla sola con cuatro hijos cada vez que mi padre conducía con prisa al trabajo.

No obstante, a nosotros nos encantaba aquel coche.  Los de Renault le llamaban Le Sorcier (El Mago), porque era redondeado, aerodinámico, como los primeros diseños de Fórmula 1 que Amédé Gordini fabricó en los años cincuenta. Sin embargo, nosotros, como si fuéramos visionarios de un mundo donde el género daría igual, lo llamábamos Chiquita, en femenino. Tenía cara de dibujo animado simpático, ojos amarillos enormes, redondos y expresivos, décadas antes de que Pixel personificara un flexo o diera vida a los personajes de Cars. Chiquita era la nave mágica que nos transportaba fuera de Galicia cuando no había autopistas y las carreteras se ensortijaban durante horas.

Meu pai e Chiquita. Debuxo de Mara Mahía

La pregunta épica: «¿Ya llegamos?», el humo de los cigarrillos Ducados de mi padre y el cassette de Nino Bravo «Un beso y una flor», que ponía constantemente y que aún podemos cantar de memoria, nos acompañaban durante todo el camino. Salíamos cuando era aún de noche, medio dormidos o protestando. A los dos mayores les tocaba ventanilla y a mi hermano menor y a mí, el medio del asiento de scay rojo, donde dormitábamos hasta que mi padre gritaba: «¡Niños: un zorro… un conejo!» Y entonces saltábamos emocionados. No recuerdo haber visto nunca ningún animal que nos señalaba mi padre. Ahora pienso que tal vez se lo inventaba para mantenernos entretenidos. Sus animales silvestres cruzando carreteras envueltos en niebla eran nuestras tablets de ahora.

O Cebreiro. Wikipedia Commons

Entonces solo recuerdo viajes a la montaña asturiana, a Ávila y a Madrid. Para llegar allí había que cruzar el puerto de Pedrafita, un sitio espectacular, porque era un puerto sin mar. Pero en invierno los mayores hablaban de cruzarlo como si fuera una gesta épica. Yo no entendía lo de ese embarcadero en la montaña, sin gaviotas, barcos o pescadores, pero estaba feliz por la aventura. A mi edad el destino era irrelevante, lo importante era el viaje y sobre todo el momento en que mi padre decía: «Ya casi estamos llegando a Ponferrada». Nunca entrábamos al pueblo. Ponferrada era un mesón de carretera que me parecía un castillo, frente al que siempre había camiones y donde la gente era amable y daban los bocadillos de chorizo más ricos del mundo. Una Fanta de naranja y un bocadillo eran mi particular pastilla roja de Matrix. Después atravesábamos el telón de grelos y comenzaba la aventura.

Cartel da serie Nevenka , de Netflix

Esa era la Ponferrada mágica de mi infancia, un lugar entrañable que desde entonces reposa en algún cajón desordenado de la cómoda de mis recuerdos. A esa memoria infantil tengo que añadirle ahora una dosis de realidad. En el siglo XXI sucedió lo impensable, mientras el mundo progresaba con autopistas, teléfonos inteligentes, Internet…, etc. ese destino legendario en mi imaginario infantil, regresó a un pasado remotísimo. Ponferrada se convirtió en el reino feudal del Señor Álvarez, un individuo que se pasea como un reyezuelo por las calles de su ciudad. Las mismas donde hace veinte años una jauría de sus vasallos intentó linchar la dignidad de una mujer, (ni santa, ni puta, ni princesa, ni bruja), que tuvo la audacia de negar sus favores al amo del pueblo. Ni en mi infancia en blanco y negro, se me hubiera ocurrido un cuento medieval que termina con los malos comiendo perdices en Ponferrada.

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