Mi discurso «bolivariano»

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En uno de los territorios de la infancia, por las Mariñas coruñesas, lo que convocaba nuestra atención era la fábrica de la Coca-Cola, la insólita nave transparente que diseñó Albalat. Estaba al pié del monte de Zapateira, un espacio en gran parte salvaje, todavía no allanado en la cima por el Club de Golf y sus handicaps’. La rapazada de Castro de Elviña nos acercábamos allí para ver el espectáculo del «realismo mágico»: de forma incesante, las botellas iban vacías por un lado de la cinta mecánica y salían llenas por el otro, sin que ningún humano mediase. Cansados del milagro, íbamos a explorar unas ruinas que todavía se apoyaban unas en otras con esa voluntad de estilo que tienen las ruinas, pendientes de la violencia catastral. El lugar era Penarredonda, camino de Palavea. En la memoria popular era nombrada como «la casa de Simón Bolívar».

Yo no tenía información escolar sobre el personaje, pero sí algunos datos esenciales gracias a mi padre, que había sido emigrante en Venezuela. Los domingos se reunía con otros compañeros y el lugar de referencia en Caracas era la monumental estatua de Simón Bolívar. ¿Y quién era tal? El gran héroe americano. ¡El Libertador! Así que aquellas ruinas de Penarredonda eran un lugar de juegos, sí, pero también de misterio, donde las zarzas ocultaban páginas desconocidas y extrañas conexiones transatlánticas.

Fueron pasando los años, y de vez en cuando, en los periódicos salía alguna noticia local con la propuesta de recuperar aquella casa vinculada a Bolívar, donde había residido un tiempo cuando su estancia de joven en Europa. Por allí cerca, en lugar principal de la Avenida de Lavedra, se levantó un monumento en su honra. Un acto de civilización. Pero, finalmente, se impuso la violencia catastral, la maquinaria pesada combinada con la velocidad aplastante de la ignorancia. Que yo sepa, no quedó ni rastro ni placa ni nada de la casa grande de Penarredonda. Y más tarde también fue desmontado el Simón Bolívar de la vía de entrada a la ciudad.

Supongo que la información escolar actual sobre Simón Bolívar será más amplia y mejor que en mi época de estudiante. Estamos acostumbrados a que se cuente la historia como una sucesión de grandes acontecimientos protagonizados por superhombres bien conectados con la Providencia.  Hoy sabemos que no se puede contar la historia sin escuchar la corriente subterránea de las «voces bajas».  Bolívar fue uno de esos personajes mitificados. Es cierto que había en él suficiente materia heroica. Pero justo lo que más llama la atención en el personaje es su condición de «humano, demasiado humano» y su desasosiego interior. La pena, por veces, de ser caudillo.

En las escuelas de aquí y de allá, uno de los discursos de héroes históricos dignos de ser estudiados es el que Bolívar pronunció el 3 de octubre de 1821 en el congreso de Cúcuta, antigua Nueva Granada, y que tenía por objeto unir en la Gran Colombia los territorios que hoy corresponden a Venezuela y Colombia.

Pienso que hay pocos discursos semejantes a lo largo de la historia, ni siquiera en los libros de ficción. He ahí lo que se dice en un párrafo realmente impactante: «Un hombre como yo es un ciudadano peligroso en un Gobierno popular; es una amenaza inmediata para la soberanía nacional. Yo quiero ser ciudadano, para ser libre y que todos lo sean. Prefiero el título de ciudadano al de Libertador, porque este emana de la guerra, aquel emana de las leyes. Cambiadme, Señor, todos mis dictados por el de buen ciudadano».

Ahora, algunos pelmas andan tirando como piedras el adjetivo «bolivariano». Habría que darse una vuelta por Cúcuta.

 

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