Albor, un apolítico en el poder

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A pesar de que un siglo da para mucho, si se conoce fuera Santiago a Xerardo Fernández Albor es porque fue el primer presidente de la Xunta de Galicia entre 1982 y 1987. Su vocación fue la medicina. Nunca le apasionó la política. O eso ha manifestado y, hasta entonces, no había sido alcalde ni concejal y no consta que lo hubiese intentado en serio.
Fundó con otros colegas una clínica personal y en las dulces tardes del Aeroclub fue cogiendo afinidad con el galleguismo conservador, proceso en el que tuvieron su papel la formación humanística que tenía como muchos médicos de antes, la influencia de un «escritor de prólogos» y el ambiente cultural desparramado en sectores de la ciudad por la generación de La Noche.
Siempre huyó del conflicto. La apacible vida del burgués compostelano, donde los días se fotocopiaban durante años, no era propicia a modelar espíritus aventureros. Tampoco su trayectoria vital. En la Guerra Civil, llegó tarde a las devastadoras batallas de Brunete y Belchite, y del crucero Baleares desembarcó poco antes de que lo hundiesen.
La suerte, su arte de esquivar peligros o la oportuna ayuda, se volvió a repetir cuándo se marchó la Alemania nazi a formarse cómo piloto de la temible Luftwaffe. Remató cuando faltaban meses para empezar la II Guerra Mundial y llegó a España al acabar la guerra.
Ya de lleno en la política, se decía hombre de Manuel Fraga, aunque quienes lo escogieron para encabezar la candidatura de Alianza Popular en las primeras autonómicas fueron Felipe Fernández Armesto (Augusto Assía) y su señora María Victoria Fernández-España, también periodista y escritora. «Fraga vino aquí a Xanceda. Sentado ahí donde estás ti, él propuso otro médico, pero nosotros no cedimos» -le contó Assía años después a quien suscribe. «Marchó como un rayo, tronando calamidades y creo que le escuché alguna amenaza»
Fuese como fuese , la candidatura de AP encabezada formalmente por él, pero bajo la omnipresencia icónica del político de Vilalba y el lema «Gallego como tú», resultó de manera sorprendente la más votada. Resultó investido presidente del primer gobierno gallego, que poco más tenía de gobierno que el nombre.
Por etapas se fue conformando un ejecutivo sumando miembros de AP -algunos, antiautonómicos, pero enseguida neoconversos- y restos del pre-naufraxio de la UCD. Tres o cuatro de valía y todos inexpertos. Los periodistas, también.
Con todo lo que denota ser el primer presidente, Albor se sintió la encarnación de Galicia: «cuando me criticáis, estáis atacando a Galicia», nos discutía paternalmente a los periodistas habituales de Raxoi. Como personificación del país, que así tal se veía y sí incluso, se lanzó a recorrerlo, asistiendo a actos diversos e inauguraciones. Algunos diputados en el Parlamento le reprochaban la política de inauguraciones de lavaderos. Sí, entonces era una necesidad en las aldeas. En Lestedo (12 kilómetros de Santiago) se puede ver uno entre zarzas, inaugurado por él a mediados del 80.
Aportaba dos elementos de valor, como se dice hoy: su prestancia física y simbólica para el lucimento del acto y, luego, en la fotografía del periódico; y su discurso, que ahora llamaríamos trumpista (de Trump): «nosotros (Galicia-Yo) hacemos cosas, mientras los políticos se pelean entre ellos». También hablaba de los ancestros y de la Galicia unida. «Así saldremos adelante», trataba de persuadir al público.
Mientras en Santiago, conselleiros y parlamentarios se afanaban en construir el edificio, legal y físico, del Gobierno gallego así como diseñar una política en la que unos cabrían mas que otros: las peleas, aún enterradas, a las que aludía. Albor, más o menos, dejaba hacer. Como encarnaba Galicia en un contexto de austeridad, no percibió la necesidad de armarse de un gabinete propio, por lo que la proyección oficial de la Xunta y de su presidente, se devaluó pronto. Incidieron y mucho también causas políticas, pero lo cierto era que aquella novedad institucional empezaba a defraudar. Visualicemoslo en tres escenas significativas:
Escena institucional. Nueve de la mañana de un sábado frío y soleado en la plaza del Obradoiro de otoño de 1983. Albor tiene cita en su despacho con el ministro de presidencia Javier Moscoso (sí, lo de los famosos moscosos). Asunto: transferencia de competencias y personal. El político socialista (ex-UCD) aguarda en la puerta del Hostal dos Reis Católicos a un funcionario autonómico que lo acompañe en el recorrido de 50 metros que lo separa de la entrada del Pazo de Raxoi. Pasada la hora prevista, decide acercarse en solitario, como un turista más de los que por allí andaban. Le dice a los policías nacionales de la entrada que tiene una entrevista con el presidente de la Xunta.
-«El señor presidente no le llegó y arriba no le hay nadie», le respondió un agente.
El titular del gobierno gallego se encontraba mal esa mañana y su aviso de cancelación no había llegado a sus colaboradores (o sí?), ministro ni algunos periodistas convocados. Moscoso  se topó en el Obradoiro con Arístides Royo, que acababa de dejar la presidencia de Panamá, y con Antonio Rosón. Ambos pasaban por allí y los tres se perdieron al poco en las calles de Compostela.
Escena lado oscuro. Varios periodistas reciben una convocatoria de una importante reunión que Xerardo Fernández Albor va a tener con un grupo de empresarios en Vilanova de la Cerveira. Cuando media docena de ellos llega al hotel de la cita, les sale al paso, nerviosos, el consejero Mario Carreño, (apodado en el Parlamento como «míster 4%») y el estrecho colaborador del vicepresidente Barreiro, Alejandro López Lamelas, que un año después cesaría la instancias de Fraga de la secretaría provincial de Pontevedra por un intento de masiva afiliación al partido en Vilagarcía de contrabandistas y narcotraficantes.«Empresarios» eran, pero del contrabando. La información no llegó a la prensa pero sí a Geluco Guerreiro, que presentó una interpelación parlamentaria. El titular del gobierno gallego la despachó negando saber con antelación de quien se trataba y, como presidente, él recibía la todos los gallegos sin hacer distinciones.
Escena de imagen. Precampaña de las autonómicas del año 1985. El vicepresidente Alfonso Guerra insulta a Albor llamándole «merendiñas» en alusións a los numerosos actos con viandas a los que asiste a diario. La ofensa es mayor de lo que se suele considerar. Significa también que se trata de un «nadie que va a ninguna parte», como aún se utilizaba en los años en que ls nació el ex-presidente. Él lo sabía, se enfadó mucho pero, peor que el agravio, fueron las tibias y formales defensas que recibió de los suyos.
Volvió a ser el más votado y, de nuevo, investido presidente. No obstante, un año después, en otoño de 1986, su gobierno encabezado por el vicepresidente Xosé Luís Barreiro le pidió en un tormentoso Consello da Xunta que, por el bien de Galicia y del partido, lo mejor sería que se fuera. «Tengo el apoyo de Fraga», les respondió. La tesis de los insubordinados se resumía más o menos en lo que Julio Camba había escrito de Eduardo Dato (aquel político coruñés que presidía el gobierno el año en el nacimiento de Albor) con motivo de uno de sus nombramientos: “Un hombre acaba de ser nombrado para ocupar un puesto de alta autoridad, y todo su programa consiste en no hacer nada”.
El líder de la derecha española le rehizo el gobierno a través de Romay Becaría, del que resultó nombrado vicepresidente Mariano Rajoy, que ya entonces manifestaba afinidad con la visión que el escritor de Vilanova de Arousa había dado de Dato.
El médico compostelano vivió un año feliz al lado del futuro presidente del gobierno español, a pesar de que este no sentía apego alguno ni por el idioma ni por la cultura gallega. Pero no hay vida plácida en la política que no acarree su sobresalto. El primero se lo trajo, mira tú por donde, Manuel Fraga. Aprovechando un viaje de Albor a América, ocupó el sillón del presidente de la Xunta en una reunión informal, pero política, de conselleiros. Un mensaje de gran calibre que no se le escapó ni las lavanderas de Lestedo. «Y por lo visto va a venir Fraga para la Xunta», fue una pregunta-afirmación que recorrió Galicia.
Antes de que esto pasase, el médico santiagués fue apartado del poder por una moción de censura apoyada, entre otros, por algunos de sus ex-conselleiros encabezados por Barreiro. Pasó momentos duros, incluso estrecheces económicas, viviendo un tiempo en un hotel de Santiago.
Fraga no se olvidó de él y la fortuna le volvió a sonreír al salir elegido para ocupar un escaño en el Europarlamento, cuando entonces esa institución comunitaria aun tenía menos que hacer que ahora. Con todo, encontró un lugar de lustre en la comisión para la unidad alemana. La cámara europea venía a ser en grande como el Aeroclub de Santiago, donde la burguesía ilustrada local gustaba de hablar de ideas y proyectos, mientras otros decidían el asunto. Alemania lo premió con un retrato en el Bundestag en Berlín.
Ya fuera de la política, se lamentó en alguna ocasión de la traición de algún próximo; mas bien un Tu quoque, Brute, fili mi! nostálgico. Estos pesares no le quitaron una cierta ironía sobre la vida y la muerte. Cuando le preguntaban porque a veces paseaba solo por las calles de Compostela, ya cerca de cumplir cien años, respondía: «es que los amigos de mi quinta no salen, se volvieron cómodos».

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