La casita del reloj

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«Buenas tardes tardes». Este saludo de Locomotoro, el actor Paquito Cano, anunciaba la hora de Los Chiripitifláuticos. Acababan los 60 y yo dividía las horas en tres: la de ir al cole, la de ver en la tele Los Chiripitifláuticos y la de acostarme. Me escacharraba de risa con Locomotoro, que repartía caramelos haciendo la cuentas para quedárselos casi todos. Entonces yo aprendía los números, me daba cuenta de las trampas del «conductor de todo menos del codo» y se las explicaba, muy a mi manera, a mi madre.

Los chiripitifláuticos. Con la boina, Paquito Cano, «Locomotoro: conductor de todo menos del codo».

En los años 70 llegó La casa del reloj. Comenzaba con una cabecera con flores pintadas que giraban en un girasol para transformarse en el reloj donde vivían los presentadores. Pedro Meyer y Paula Gardoqui emocionaban llamándonos a los niños por el nombre en situaciones cotidianas –«José, haz caso a mamá, Carmen, cómete la sopa–-, que eran el comentario más repetido a la mañana siguiente en el cole: al menos tres Cármenes no se habían tomado la sopa la noche anterior. A mí, por fin, también me llegó el día: «Ana, ya sé que no has ido al cole porque estás malita de los oídos». ¡En La casa del reloj hablaban de mí! ¡Sabían que aquella tarde había faltado al colegio por un dolor de oídos!  Salté por todas las habitaciones, les grité por la escalera a los vecinos, llamé a los abuelos… Y, desde ese día, todo lo que contaba aquella caja en blanco y negro fue incuestionable para mí.

La casa del reloj (1971).

Con La casa del reloj aprendí a leer la hora, y Harold Lloyd, colgado de las agujas del reloj, en El hombre mosca (1923), era entonces mi ídolo perfecto, porque él podía marcar la hora que le diese la gana y mover el tiempo, cuando a mí ni me dejaban acercarme al reloj de cuco suizo del comedor. Me tenía que conformar con practicar con un cuento que se abría en un reloj de cartón y agujas de plástico: cada vez que cantaba el cuco, yo sincronizaba mi juguete.

Harold Lloyd colgado de las agujas del reloj en Safety Last! (1923).

Estaba obsesionada con comprender el paso de los minutos cuando vi Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin. Me reía, con inocencia infantil, cuando los hombres apretaban las tuercas en la fábrica. Pasaron un par de décadas hasta que asimilé la palabra plusvalía y capté el mensaje de la película. Entonces reí con amargura con el reloj de los títulos de crédito: ya vivía en mi piel que cuantas más horas trabajaba, más ganaban los jefes. Un filme valiente, el de Chaplin, al denunciar el ritmo de trabajo, frenético, inhumano y explotador, en las cadenas de montaje.

Fotograma de Tempos modernos, de Charles Chaplin.

Conecté con Metrópolis (1927) al instante. El guión de Fritz Lang y de su mujer, Thea von Harbou, nos recuerda que no podemos transformar el tempo. En la cinta, la superioridad del sistema capitalista se refleja en una especie de reloj que el obrero debe manipular siguiendo la necesidad de las máquinas; un reloj que provoca angustia y se convierte en el símbolo de la opresión de los trabajadores por las élites. Metrópolis es muy arriesgada, nadie antes había primado el atractivo visual por encima de la narración de manera tan descarada.

Imagen de Metrópolis (1927), de Fritz Lang.

La cámara de Martin Scorsese emprende un viaje por las calles de París: nos lleva a la estación de tren, atraviesa los andenes y se queda con el rostro de un niño escondido en el inmenso reloj de Montparnasse. Con este delicioso plano secuencia arranca La invención de Hugo (2011), la historia de un chaval huérfano, fascinado por la maquinaria de los relojes, que se ocupa a escondidas de que esos relojes marquen siempre la hora exacta. Con los «travellings» que descubren los cautivadores secretos de la maquinaria del reloj donde vive el muchacho, me acorde de cuando yo jugaba con mi cuento de agujas rojas e imaginé con ternura lo que habría dado entonces por haber conocido el mundo de Hugo, una película entrañable y nostálgica, un homenaje a los inicios del cine: a la Metrópolis de Fritz Lang, a los Tiempos modernos de Charles Chaplin e, implícitamente, a Georges Méliès.

Hugo (2011), de Martin Scorsese.

Los relojes son protagonistas de secuencias inolvidables. Muchos hablan de la época, del poder o del carácter de los personajes. Todas esas marcas inalcanzables para el común de los bolsillos vistieron a actores y actrices; por colocarnos sus productos, no por generosidad. Para 2001: Una odisea espacial, una de las grandes relojeras suizas diseñó el especialísimo ‘X-01’ pensado por Stanley Kubrick. Y ¿quién no reconoce los relojes de los agentes 007? Ejemplos de estos hay cientos.

Gary Lockwood, el Dr. Frank Poole de 2001: una odisea en el espacio.

Aprendí que nunca podré capturar ni eludir el tempo. Ni creer en la tele. Me pasé toda la vida contando que fue María Luisa Seco quien dijo aquel día en La casa del reloj que yo había faltado a clase porque me dolían los oídos. Y lo sigo creyendo, estoy segura de que lo dijo ella. Pero María Luisa jamás presentó ese programa. Fue real que pronunciase mi nombre y que supiese que yo estaba malita… pero seguramente todo aquello sucedió en un estudio de Antena infantil (1968-1970) o de Con vosotros (1970-1974). El tiempo es muy mentiroso.

María Luisa Seco.

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