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Hace veinte años cuando tenía treinta y tres, no sabía que los abrazos son mágicos o que los tangos mienten. Entonces vivía bastante feliz en un cuartito abuhardillado en el East Village de Manhattan. La noche del 10 de septiembre de 2001 no podía dormir.
Foto Enrique F. Pastor
Por algún motivo estaba inquieta, tal vez porque al día siguiente mi novia y mi sobrina cumplían años y no podría abrazar a ninguna. Tal vez porque había dejado de fumar el día anterior y el mono de la nicotina me mantenía en ascuas. El caso es que estuve en vela hasta las tantas leyendo a Eugenio Montale. Una edición en italiano e inglés regalo de un buen amigo. Muchas horas más tarde recordaría con estupor que entre los versos que me fascinaron estaba uno que decía: il inferno e certo (el infierno existe).
A la mañana siguiente me desperté tarde con la llamada de mi cuñada, periodista de La Voz, que vendría a visitarme en breve y en cuyo periódico, durante los días siguientes, yo escribiría una crónica titulada: “Diario de una gallega en NY“. Pero en ese momento aún no conocíamos el peso del futuro, ni como terminaría ese extraño y violento martes de septiembre. Merche me informaba de que un avión se acababa de estrellar contra el WTC. A esa hora estábamos convencidas de que no se trataba de nada grave y habiendo asumido que probablemente llegaría a las once de la mañana a la oficina, no me di prisa en terminar la conversación y hablamos un rato, mientras miraba NY-1 (el que entonces era el canal local de CNN) tomando un café.
Ambas charlamos despreocupadas haciendo planes para visitar las torres cuando viniera. «No se van a mover de ahí». Luego llamé a mi novia en Berlín, la felicité por su cumpleaños, colgué y me duché rápidamente. A las 9:59 cuando buscaba un par de bragas en un cajón de la coqueta sobre la que estaba el televisor, se derrumbó la Torre Sur y me quedé planchada como la cara del presentador Pat Kiernan (que con los años resultó ser un tipejo pendenciero con sus compañeras de trabajo). El famoso periodista con cara de niño envejeció de repente. Sentí miedo en sus palabras. Alguien había improvisado y cambiado el guion del programa de noticias del día. «Holy shit». Busqué el tabaco que había tirado en la basura, encendí un cigarrillo y, sin atreverme a quitarle un ojo a la pantalla, llamé a mi novia. Llamé a mis padres, llamé a mi hermano, llamé y llamé, pero las líneas comunicaban. Me asomé a la ventana para verificar que lo que sucedía en la tele estaba ocurriendo a menos de dos millas de distancia. Pero ni rastro del desastre.
El día era magnífico, una de esas jornadas soleadas y brillantes de la costa este. No sería hasta horas más tarde que el aire de la parte sur de la isla adquiriría un olor a hoguera, a quemado, que nos impregnaría durante semanas. Entonces no había whatsApp, los teléfonos no eran tan inteligentes e Internet andaba en pañales. Así que terminé de vestirme con la mirada clavada en Pat, apresurándome para salir a la calle.
A las 10.28 cayó la segunda torre y por un segundo todo fue silencio. Me sentí diminuta, deshilachada. Sentí un miedo doloroso, una vulnerabilidad que no había experimentado nunca. En ese momento recuerdo haber tenido una necesidad tremebunda de abrazarme a alguien. No sería hasta muchos años más tarde, cuando contemplé como el ataúd de mi padre era depositado en un nicho y noté que el cuerpo se me descomponía, que volví a experimentar una sensación semejante y comprendí que los abrazos sirven para sujetarnos, para hilvanarnos con puntadas invisibles para que, frente a una situación incomprensible, frente a un shock espantoso, no se te desprenda y desparrame el universo de tu organismo como los pedazos de un puzle.
A las 10.30 la conciencia de que estaba sucediendo algo muy malo hizo que se me saltaran las lágrimas. Luego escuché sirenas de bomberos, policía, ambulancias… Salí a la ventana del cuarto piso en mi viejo tenement house y le grité a mi vecino fotógrafo valenciano, Enrique Pastor, que vivía en el bajo al otro lado del patio. Teníamos esa costumbre castiza, tan latina, de hablarnos a gritos que, por supuesto, nuestros vecinos odiaban. Acordamos coger las bicis y pedalear hasta el WTC. Cuando pasamos Canal Street en Chinatown atamos las bicis y caminamos hasta cerca de Wall Street. Había unos cuantos policías con cara de susto y unas barreras que recién habían colocado para bloquear el acceso de coches. El mundo acababa de cambiar, pero aún no lo sabíamos y nadie nos impidió el paso.
A medida que nos acercábamos a las Twin Towers el aire se hacía más denso y el suelo se llenaba de ceniza y papeles. Lo recuerdo bien porque era un día espectacular, luminoso, veraniego y yo vestía una camiseta de mangas, pantalones cortos y unas sandalias. Con el paso de las horas fui notando como la ceniza se me iba pegando al sudor de la piel. En Maiden Lane y Broadway, donde había vivido dos años, no se podía ver el final de la calle. El aire era gris, varias personas pasaron huyendo del desastre con pañuelos en la boca, tosiendo.
Seguimos caminando por el entrelazado de callejuelas que se hilvanan alrededor de esa parte de Manhattan. Recuerdo ver un zapato de señora, la ceniza que parecía nieve, el calor y miles de pedazos de papel quemados. De la niebla espesa, como un efecto especial de una película de ciencia ficción, surgieron dos policías. Llevaban las caras cubiertas con las mismas máscaras a las que nos hemos acostumbrado hoy. Entre gritos y aspavientos nos ordenaron salir de allí de inmediato. Mi amigo y yo nos metimos en un bar irlandés en John Street y pedimos unas Heineken. Por el local, uno de esos bares-sótanos de NY, pululaban bomberos compungidos, hombretones de cemento, de aspecto agotado cubiertos de despojos y cenizas, que comían algo o pedían agua.
El bar estaba en silencio excepto por la TV, donde periodistas de CNN narraban los eventos. Estábamos unas cinco personas en la barra. Había también un puñado de bomberos, unos deambulaban alrededor de un bufé sirviéndose comida y otros estaban sentados, desplomados como estatuas. Había un señor mayor bebiendo que le hablaba al aire, explicándole a nadie en particular, el ruido que hacían los cuerpos al caer. De pronto se fue la luz, la TV se apagó y alguien con autoridad, supongo que un bombero, gritó que saliéramos. Afuera una enorme bola de humo venía hacía nosotros moviéndose rápidamente desde la esquina de Broadway.
Enrique y yo nos pusimos a correr en dirección opuesta. Por unos minutos pensé que todo era irreal, que éramos extras en una película de Spielberg y que en cuanto las nubes se disipasen aparecería ET. Pero en lugar del extraterrestre aparecieron más policías enmascarados, con linternas y nos gritaron que nos largáramos de allí, que el WTC-7 acababa de derrumbarse. Llegué a casa oliendo a hoguera y cubierta de ceniza. Encendí otro cigarrillo sin saber que iba a continuar fumando durante once años más y me senté a mirar de nuevo las imágenes.
Aunque el detestable alcalde Giuliani insistía con entereza y convicción en que encontrarían supervivientes, tuve la certeza de que era un mentiroso. Era imposible que alguien hubiera sobrevivido, pero igualmente dejé el televisor encendido durante semanas. En la ducha me froté con furia como si pudiera arrancarme de la piel las almas de aquel infierno.
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