México, estación de sombras

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Emigrar no tiene que ser necesariamente un drama. Desaparecer en el intento es siempre una tragedia. Cada año millares de centroamericanos y centroamericanas tratan de llegar a los Estados Unidos en el lomo de un tren llamado Bestia que atraviesa el principal corredor migratorio del mundo. México, territorio de tránsito obligado, se convierte a menudo en fosa común, estación definitiva. Aquí corren el riesgo de ser extorsionados, secuestrados, torturados y asesinados por grupos de narcotraficantes y otras redes criminales transnacionales que cuentan con la complicidad de las autoridades. Las madres de los desaparecidos en este país de violentos contrastes lideran un movimiento de luz frente a las sombras que proyecta una manda de bestias con forma humana.

Fotos Edu Ponces / RUIDO Photo / Elfaro.net

Las que buscan, cuerpos en movimiento, vidas en stand by. Mujeres del color de la tierra fecunda, tejedoras de la memoria, maestras de la paciencia infinita. Madres a millares, representantes en la tierra de IX U, diosa maya de la luna; fertilizadoras del amor incondicional, unidas vientre a vientre por un cordón umbilical de ausencias.

Los que faltan. Hijos e hijas de alguien que un día caen presas del encantamiento de un flautista vengativo que los guía hacia el norte. Salen con la mochila cargada de sueños propios y ajenos, para acabar dsorientados en desiertos extranjeros, reducidos a vísceras y huesos, maltratados cómo ganado, convertidos en números.

Difícil condición la de la madre que aguarda, mujer-lágrima, fortaleza uterina contra el olvido. El sueño del hijo torna en pesadilla materno cuando nunca jamás se sabe de él, cuando la tierra —que culpa tendrá la tierra— devora nombres y apellidos de quien marchó siendo humano y acabó girando mercancía por voluntad de quien sólo conoce a Yum Cimil, dios de la muerte.

Una vez al año desde hace nueve la Caravana de Madres Centroamericanas Buscando sus Desaparecidos recorre México de sur a norte siguiendo alguna de las principales rutas utilizadas por los migrantes que tratan de llegar a los Estados Unidos atravesando 3.200 kilómetros. Lo que mueve a esta legión pacífica, sobre todo mujeres procedentes de Nicaragua, Honduras, Guatemala, El Salvador y México, es encontrar sus desaparecidos, procurar el apoyo de las organizaciones y movimientos sociales mexicanos y hacer clamor frente a los abusos atroces que sufren los migrantes al largo del trayecto. El pasado mes de diciembre a caravana cruzó trece estados siguiendo la ruta migratoria del Pacífico. El día 5 pasó por Tequisquiapan, una villa del estado de Querétaro, en el interior del país. De las horas que compartí con ellas en esa jornada nace este recorrido polo territorio del dolor y la esperanza.

Un migrante saltando entre vagóns de A Besta

El laberinto mexicano

México es uno de los pocos países del mundo que es al tiempo lugar de destino, tránsito, origen y retorno de migrantes. La Secretaría de Gobernación (Segob) señala que cada año ingresan en el país unas 150.000 personas en calidad de migrantes pero, de acuerdo con algunas organizaciones sociales, la cifra podría ascender a 400.000.

Por aquí pasan africanos, europeos, asiáticos y latinoamericanos de incluso cuarenta nacionalidades diversas. En el caso de los centroamericanos, que según Amnistía Internacional constituyen nueve de cada diez de los que ingresan en México, esta es en la mayor parte de los casos simple estación de paso.

A pesar de la que la vigente Ley de Migración (2011) prevé la concesión de visados de tránsito a estas personas, entre el papel y la práctica discurre un abismo. Docenas de millares de hombres, mujeres y niños se ven forzados a andar el camino clandestinamente. En México, campo de pruebas del laberinto que es la condición humana, muchos de estos viajeros de tercera clase son secuestrados, torturados, mutilados y asesinados por parte de los acólitos de un narco-estado adalid del «capitalismo gore», habérmelo acuñado por la filósofa Sayak Valencia, de Tijuana, ciudad-frontera por antonomasia.

Los migrantes utilizan diversas rutas para atravesar el territorio de sur a norte. El viaje se inicia a pie o en autobús a través de distintos caminos vecinales en los estados de Tabasco y Chiapas, fronterizos con Guatemala. Desde ciudades como Tenosique y Tapachula, donde tiene origen la red ferroviaria mexicana, reservada exclusivamente para el transporte de mercancías, los más optan por viajar cómo polizones en alguno tren para evitar los retenes de las autoridades migratorias en las carreteras. Ahí comienza la verdadera pesadilla.

Todas las vías ferroviarias de esta zona confluyen en el sur del estado de Veracruz. A partir de ahí, el camino se bifurca en dos rutas principales. La del Golfo, que atraviesa Veracruz y Tamaulipas hasta llegar a la ciudad de Reynosa, fronteriza con Texas, es la más corta, pero también la más peligrosa. La del interior es mucho más larga. Discurre por varios estados hasta llegar la Guanajuato, donde se vuelve a dividir en tres nuevas rutas, dos interiores, que rematan en localidades fronterizas con Texas, como Ciudad Juárez, y una costera, la del Pacífico, que desemboca en Tijuana, en el borde con California, o bien en Nogales, del otro lado del estadounidense estado de Arizona. Esta es la que concentra la mayor parte de los flujos.

En su informe de 2010 Víctimas invisibles: migrantes en movimiento en México, Amnistía Internacional refiere los abusos a los que son sometidos en cualquiera de estas rutas los migrantes, que se convirtieron en una lucrativa fuente de ingresos para narcos, mareros, policías y militares, que les roban el poco que llevan y los secuestran con el fin de extraerles los órganos o utilizarlos cómo esclavos y sicarios mientras exigen el pagado de un rescate a las familias. Lo secuestro de migrantes en México está a convertirse en un enorme negocio.

Según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, un organismo estatal independiente, en un período de seis meses, de abril a septiembre de 2010, 11.333 migrantes fueron víctimas de secuestro. Pero estas cifras podrían ser mucho más altas, ya que los delitos que no son denunciados o investigados caen en la llamada «cifra negra», o «delincuencia no registrada» por las instituciones públicas. De hecho, son las organizaciones sociales las encargadas de documentar los casos de secuestro y otros abusos. Algunas fuentes aseguran que seis de cada diez mujeres y niñas sufren violencia sexual en su periplo mexicano.

Mientras los gobiernos implicados, tanto el mexicano como el estadounidense, concentran todos sus esfuerzos y recursos en obstaculizarles el camino, en el trayecto los migrantes encuentran también el abrigo de ser que parecen de otro mundo. En las últimas dos décadas surgió al largo de todas las rutas migratorias una red de albergues gestionados en la mayor parte de los casos por sacerdotes y monjas católicas y pastores evangélicos, díscolos rebeldes de una Iglesia tenebrosa. Ellos, junto a algunas organizaciones y movimientos sociales de defensa de los derechos humanos, acompañan las familias de los migrantes desaparecidos en su tarea de limpiar la sangre con el que las redes criminales locales y transnacionales, con la connivencia de policías, militares y funcionarios públicos, tiñeron la cartografía mexicana.

Migrantes nunha parada do tren

Los Martínez contra la Bestia

Luis Martín Martínez tiene mirada de sabio y hablar de tertuliano. Lo observo mientras gesticula, sabiéndose entrevistado, y me entero de que ya no le quedan uñas para morder. Tanta sabiduría lo desasosiega, infiero. El saber casi siempre estremece.

Luis es voluntario en la estancia del migrante González y Martínez, un humilde cobertizo de madera junto al camino de hierro en Tequisquiapan, una pequeña villa del interior mexicano, en el inicio de la ruta migratoria del Pacífico. Me cuenta que su labor consiste en preparar las bolsas con la comida y el agua que ofrecerán a los migrantes que pasan por la zona a diario. «Y también tengo que ascender por el árbol para avisar de si en el tren vienen migrantes. A veces vamos a Viborillas», dice mientras señala con el brazo hacia su izquierda, «porque allí el tren para, y aquí les tenemos que lanzar las bolsitas con él en marcha y a veces caen».

¿Quiénes son estas personas? ¿De dónde vienen? «Pues de Honduras, Guatemala…», titubea, tratando de recordar lo aprendido, «y van a los Estados Unidos a buscar un trabajo, como mi padre, que también vino en ese tren hay mucho tiempo, pero él quedó aquí y conoció mi madre y luego nací yo y luego mi hermanito», concluye orgulloso. Luis tiene cinco años —«Casi seis», aclara— y su padre, Alfredo, que completa el relato del niño, a quien escucha fascinado, salió de una pequeña aldea de Honduras en el año 2000. En su mapa de ruta esta hermosa y pacífica localidad ni siquiera figuraba, pero aquí es donde acabó por edificar su particular american dream. Para ganar el pan, Alfredo regenta una tienda de abarrotes, un ultramarinos, y hace trabajos como electricista. Si su dios tiene a bien operar con justicia, el cielo ya lo tiene más que ganado gracias a su labor como ángel de la guardia de los que, como él, tienen el coraje de dejar atrás el universo conocido para montar la Bestia.

A doña Carmen, la suegra de Alfredo, le contaron un día que a una mujer que viajaba en el tren con su bebé se le había caído el niño en el camino. Me dice que entonces a ella le cayó el alma y fue a visitar las vías por las que circula la Bestia a su paso por la villa. Quedó tan impactada al ver esos intrépidos jinetes «con hambre, con sed, con frío, heridos, mutilados», que desde hay trece años dedica la mayor parte del tiempo junto a su hombre, don Martín, su hija, casada con Alfredo, y el resto de la familia, a aguardar junto a las vías el paso de los trenes, entre cinco y diez, que atraviesan Tequisquiapan cada día. El propósito: alimentar y abrigar los valientes que tratan de cruzar México partiendo de la frontera sur con Guatemala.

No todos llevan migrantes, algunos solo transportan mercancías, pero en muchos de los trenes, en los que ganan la categoría de «bestias» por devorar personas, viajan agarrados al miedo ser humanos como Alfredo, que dice que conocer a don Martín y doña Carmen hay trece años fue «un regalo». Luego, los Martínez hicieron descabalgar de su utopía al entonces adolescente y le confiaron su hija. «Y luego nací yo y luego mi hermanito», apunta el pequeño Luis. Si su hermano Saúl, de dos años, fuera niña, se habría llamado Marbella: «¿Cómo es? ¿Precioso, no?», me pregunta Alfredo. Desde la serenidad que le proporciona haber perdido la categoría de emigrante, asegura que algún día llevará la toda la familia de vacaciones allí. Los sueños de turista son privilegio de quien duerme caliente: «No le puedo pedir más a la vida», me regala él a mí.

Restos dos enseres dun viaxeiro do tren

Caravana de dolor

Hoy, 5 de diciembre, las tres generaciones del clan Martínez, junto a algunas docenas de voluntarios y voluntarias, aguardan la Novena Caravana de Madres Centroamericanas Buscando sus Desaparecidos. A media mañana llega el autobús que transporta este ejército de paz armado de palabras como cuchillos. Luis, Saúl y el resto de los niños lo reciben entre pompas de jabón mientras los adultos aplauden el paso cansado pero firme de los rostros que vieron nacer una arruga por cada día de no saber. Todas llevan colgadas del cuello las fotos de sus desaparecidos y también de los hijos y las hijas de las madres que vienen representando, que son millares. Nelly, una hondureña que recuperó vivo su sobrino hace ya muchos años, las acompaña con función de altavoz: «Los llevaron vivos», chilla. «Los queremos vivos», corean todas. «Migra, cochina, racista y asesina», le espetan a las autoridades migratorias mexicanas, a las que acusan de mercadear con las vidas de los suyos.

 

El llanto, que no cesa, es el mismo llanto, sólo pasa de una la otra a través del cordón umbilical que las une, aunque alguna, como la salvadoreña María Encarnación, carga con él todo el tiempo. Entre sollozos, consigue contar que hace siete años que no sabe nada de su hija Jaqueline, que ahora tendría cuarenta. Lo que más le pesa es no haber estado en Honduras cuando la chavala decidió marchar; unos familiares la habían llevado entonces a pasar una temporada en Houston, el mismo destino al que nunca llegó Jaqueline. Dice que no va a parar de seguir su rastro, se lo debe a los dos nietos adolescentes, que ayudan en la búsqueda de la madre haciendo de detectives a través de internet.

En la rueda de prensa previa al almuerzo, Marta Sánchez, portavoz del Movimiento Migrante Mesoamericano, colectivo mexicano organizador de la caravana, denuncia que el «sistema todo» está en contra de los migrantes. En el origen, en el camino y en el destino. Eso sí, ironiza Marta, «los aplaudimos cuándo llegan las remesas a sus países, ¡que maravillosas son las remesas!, decimos». Esta activista dice que sí, que lo son, porque están evitando explosiones sociales en los lugares de origen, al servir de alimento a las economías locales, depredadas por las políticas de corte neoliberal. Toda la ruta migratoria está repleta de redes de crimen organizado en las que participan diversos actores. Los operadores son maras centroamericanas contratadas por los cárteles mexicanos con la complicidad de las «fuerzas de la orden» del país. Denuncia Sánchez que las autoridades saben perfectamente quiénes son esos individuos, porque pasan diez veces por el mismo lugar en menos de un mes. El gobierno argumenta que no pueden capturarlos porque no tienen pruebas contra ellos. «Y nosotros nos preguntamos, si están deportando a los migrantes a sus países, ¿por qué no pueden deportar a los mareros?».

Marta acusa el gobierno de México de seguir los dictamenes de los EUA, que los «obliga» a ser su patrulla fronteriza. Dice que las autoridades mexicanas tienen la responsabilidad de lo que les ocurre a los migrantes en el trayecto, que México tiene una «deuda con el mundo». El movimiento le exige que responda a la convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y sus familiares, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1990, de la que México, que suscribe e incluso promueve casi todos los compromisos y tratados regionales e internacionales en la materia, es signatario.

 

México es otro cantar

«Este país es muy bonito», dice una de las madres frente al auditorio. «Lástima que esté lleno de sangre inocente, de la sangre de nuestros hijos, que van buscando un futuro mejor, el sueño americano… Pero ese sueño americano se convirtió en una tremenda tristeza para cada uno de nosotros, ya no es sueño, son lágrimas… Y son nuestros hijos, los llevamos nueve meses en nuestro vientre. No nos vamos a cansar de buscarlos». Y no, estas madres, que hicieron del instinto militancia, no se cansan de golpear en las puertas de los palacios de gobierno, de las cárceles, de los hospitales, para buscarlos vivos; de arrodillarse para batir la arena y encontrarlos muertos, cortados en trocitos.

«Sabemos que los tratan como animales. Es muy duro para una madre saber que su hijo se convirtió en mercancía, que su hijo es contado como una cabeza, que es cómo se le dice al ganado, pero no a las personas», se lamenta Anita, una mujer poderosa. Su hijo emigro de El Salvador en mayo de 2002. Un par de meses después ella recibió la su última llamada desde Chiapas, en la que el joven le dio todas las indicaciones posibles para que pudiera ubicarlo en caso de que desapareciera. Anita lo anotó todo y ese mismo año, en agosto, salió a buscarlo. «Así que fui a la casa de dos coyotes, sin medir el peligro, con dos familiares y un guía que contratamos. Mi hijo me había dicho que uno de los coyotes era mariachi y así investigamos, pero no

logramos encontrarlo», relata.

Las advertencias no la frenaron. Anita no conoce el miedo. Lo que la hizo renunciar fue que no le alcanzó el dinero para seguir hacia el norte. Luego tomó conciencia de la necesidad de organizarse y decidió entrar en contacto con otras madres salvadoreñas en la misma situación. Juntas crearon en el 2006 el Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos de El Salvador, que recibe ahora el apoyo de un equipo argentino de antropólogos forenses en la búsqueda e identificación de los restos de los migrantes enterrados en fosas comunes. Ellos, y el resto de las organizaciones que aglutinan los familiares de los desaparecidos, firmaron con la Procuradoría General de la República compromisos de búsqueda de los muertos. Pero esto, obviamente, no es suficiente. Le exigen al gobierno de México, y a los centroamericanos, a los que consideran corresponsables de esta situación, que creen mecanismos para encontrarlos vivos.

En 2008 la ley mexicana dejó de considerar delito la migración irregular, antes penada hasta con diez años de cárcel, pero en la cárcel es donde acaban muchos.  Nelly se queja de que los suyos no quieren quedar aquí, los obligan. «Y a cuyo objeto decimos: abran las puertas de las cárceles y dennos a nuestros hijos, como los tengan, torturados, locos, porque vivos los llevaron…», canta. «¡Y vivos los queremos!», replican todas. Para esta hondureña, México ya no hace ningún mérito para que se le cante bonito: «Antes decíamos ¡México lindo y amante! y ahora México es una podredumbre, un campo minado de fosas clandestinas».

En este dolor de honduras abisales, cada caravana acaba siendo feliz para alguna, que ve reaparecer el hijo vivo, por arte de la magia de los voluntarios y las organizaciones y movimientos sociales. La salvadoreña Mariángeles aun no puede creer que en unas horas vaya a abrazar al suyo, del que no tiene noticia desde hace 27 años. ¿Rencor? «A un hijo se le perdona todo». No quiere ni pensar lo que tuvo que pasar para haber caído en el silencio.

La jornada acaba y el ejército de madres, militantes contra las sombras, se ponen en marcha. En Tequisquiapan, los Martínez apuran para acercarse a las vías antes de que caiga la noche. Luis hace pompas de jabón desde su faro en forma de árbol. Llega el monstruo, una inofensiva máquina de hierro, y don Martín lanza una bolsa al único chaval que lo monta hoy. El gesto no llega para hacer frente a las bestias que conducen la locomotora del capitalismo depredador. Pero una manzana, un bocadillo, agua con limón y azúcar y una nota con advertencias y afectos, todo metido en un plástico azul, bien podrían ilustrar la definición de la solidaridad en el diccionario de las palabras justas. México, estación de luz

 

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