Copy and Paste, etc.

Este artigo tamén está dispoñible en: Galego

Escuchar el silencio en Nueva York es un lujo. El único momento en que recuerdo una calma casi absoluta en mitad de un día laborable en Manhattan, fue cuando se leyó el veredicto del juicio de los policías acusados de la tortura del emigrante de Haití, Abner Louima. Al agente Justin Volpe, que se inflaba a esteroides y lideró el asalto de Louima, le cayeron una porrada de años y continúa preso. Un tiempo más tarde la policía abatió a tiros a un chaval guineano de veintitres años, que estaba parado en la puerta de su casa. Creyeron que su cartera era una pistola y, debían de estar aterrorizados, porque le metieron 41 balazos.

A este grupo de policías de paisano, todos blancos, que mató al joven Diallo, durante el juicio les tocó la lotería, consiguieron trasladar la corte a Albany (la capital de NY donde se eligió a un jurado más empático y burgués) y todos fueron declarados inocentes. De este juicio recuerdo las lágrimas de uno de los agentes, que lloraba desconsoladamente, y el sonoro abucheo que se escuchó en las calles de la ciudad cuando se leyó el veredicto: No Guilty.

El llanto del agente no conmovió a nadie, todo lo contrario. Yo siempre pensé que el tipo no pretendía emocionar a nadie, sino que se estaba cagando de miedo y por eso lloraba. Ese día los comercios de downton cerraron con antelación y las autoridades no se cansaban de recomendar prudencia, refugiarse en la oración y aceptar la voluntad de Dios, demostrar fortaleza y otros clichés sinsentido. En el East Village estábamos seguros de que habría riots y de que la ciudad reventaría con la misma facilidad que las tripas de Diallo.

Sin embargo, no hubo disturbios sino manifestaciones pacíficas. Durante meses levantar una billetera en la mano al ver un policía se convirtió en una señal de protesta. Bruce Sprinsteen compuso una canción “41 Shots” que por un tiempo se escuchó por todos los rincones. Luego nada.

Y luego sí, luego volvieron a matar gente negra. Un chaval de 20 años, Daute Wrigt, al que una agente quiso detener por una infracción de tráfico menor y confundió la pistola eléctrica con la de disparar balas.

Fue en Minneapolis, poco antes de que se escuchase el veredicto del juicio contra un agente acusado de asfixiar a George Floyd. Ayer en Minneapolis, antes de saber la sentencia, muchos cerraron sus tiendas por temor a la masa enfurecida. Pero la sentencia fue favorable y, como dicen los optimistas, se hizo justicia. La escuché en directo mientras las cámaras se enfocaban en el rostro enmascarado del acusado. Solo se podían ver sus ojos que, al escuchar la condena, me parecieron los de un animal aterrado. Guilty de todos los cargos que se le imputaban.

Bien, irá a la cárcel por décadas. Probablemente pasará el resto de su vida encerrado en ese casillero de torturas, inhumano, al que llaman sistema penitenciario. Mucha gente lo celebró como si los Yankees hubieran ganado las World Series. Y con razón. A mí y seguramente a millones de estadounidenses negros y blancos, todo la performance me resultó muy familiar y me dio mucho asco, sobre todo observar el pánico en los ojos del asesino. No obstante, ayer, mientras los bienpensantes se daban una palmadita celebratoria en la espalda, en Columbus, Ohio, una adolescente negra de quince años, era abatida a balazos, muerta, por un un agente de policía que, en breve, se sentará en el banquillo, regalándonos otra oportunidad de hacer justicia. Y ahí seguimos y van siglos, matando y encerrando, copy and paste, etc.

 

 

 

 

 

 

Este artigo tamén está dispoñible en: Galego

cool good eh love2 cute confused notgood numb disgusting fail