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Cuando murió mi padre a mi madre le dio por contarme cosas. Detalles de su vida que nunca había mencionado o que si lo había hecho yo no recordaba. En una ocasión caminando cerca de la Colegiata de Santa María, me señaló un bajo y me dijo que en esa casa de piedra había vivido hasta los cinco años. Su madre tenía una lechería y su padre un caballo blanco, al que llamaban Muñeco. En la casa había un establo, pero como tenían cerdos y otros animales se mudaron a Santa Margarita, donde abrieron una frutería. Gracias a que las frutas en mal estado, se las daban a los hijos, mi madre sobrevivió la postguerra con una salud de hierro y aún recuerda orgullosa que, cuando se casó, pesaba 40 kilos.
También me contó que era una niña enfermiza, que había tenido asma y que, durante su infancia, había pasado un tiempo encamada. Era una chica menuda, la pequeña de cuatro hermanos, que atendía a unas clases nocturnas que ofrecía gratuitamente la Caja de Ahorros. Allí estudiaba después de ganarse unas pesetas, haciendo de «niña de los recados» para la oficina donde (con doce años) conocería a mi padre. En un par de ocasiones, según me contó de forma casual, como si fuera lo más normal del mundo, cuando iba por la Ronda de Nelle de camino a clase, se encontró con un tipo que le mostró sus partes. Se lo topó a pesar de que, de noche, siempre caminaba alerta, con los ojos abiertos como un búho. Me duele imaginar las veces que tuvo que salir corriendo con el corazón encogido. Mamá me explicó que sus padres y hermanos trabajaban, todos estaban ocupados y nadie la podía acompañar. Tras un par de tropiezos con el exhibicionista (o quién sabe qué clase de criminal era aquel individuo), decidió dejar los estudios. «Me daba muchísimo miedo pasar por allí sola. Mucho miedo. Por eso dejé las clases».

Después de recuperarme de la sorpresa que me causó su confesión, que me contó como si me hablara de lo bueno que estaba el caldo que había cocinado esa mañana, le hice más preguntas, con cautela, como si el tema no me incendiara de rabia, ni me causase una indignación tremenda. Mamá dijo que en esa época era lo normal, que pasaba mucho. Un tiempo más tarde cuando no sé qué deportista se vio implicado en un caso de violación en grupo de una menor, mi madre me telefoneó alterada, encrespada de que aquella chica estuviera a esas horas bebiendo con esos hombres y que era lógico que hubiera sucedido algo así, que la niña les iba arruinar la vida a esos jóvenes. Tras dialogar y explicarle lo más calmadamente posible que estaba equivocada, que era precisamente lo contrario, que esos tipejos no tenían derecho a tocarle un pelo a esa chica por muy borracha que estuviera, porque no les pertenecía, porque no eran dueños de su cuerpo, porque una niña de camino a casa en la oscuridad sigue siendo un ser humano, no una presa indefensa o un pedazo de carne que da gusto magrear, finalmente me dio la razón.
Durante las últimas décadas muchísimos hombres han entendido y apoyan el feminismo. No obstante, en estos tiempos, aún hay mujeres que orgullosamente declaran que no son feministas. En mi humilde opinión, actualmente, ser una mujer y no ser feminista, tiene tanto sentido como ser judío y nazi. A mi madre, por ejemplo, le cuesta ser feminista. Es más, ha sido machista toda su vida. Ha vivido subyugada al miedo y al menosprecio que le causó la amenaza de aquel tarado. (La prueba es que 75 años más tarde se acuerda de aquel episodio como si hubiera ocurrido ayer). La calle era de él, no de mi madre. El mundo era del pene de aquel hombre, no de mi madre, que optó por salvaguardar su integridad física y no estudiar, quedarse en casa mientras aquel energúmeno se sacudía sus frustraciones al aire. Muchas gentes como mi madre han reproducido lo que han mamado durante el régimen de la extrema derecha fascista. Autoculparse o culpar a la víctima es uno de los razonamientos clásicos de la denigración y falta de autoestima que, para las mujeres, conlleva vivir bajo la bota del patriarcado. Por eso es importante el diálogo intergeneracional y obviamente la educación es clave. Sobre todo, cuando se quiere descalabrar las batallas de machitos de pecho descubierto, violación en grupo y masculinidad mal entendida.
Del año 2000 al 2006, en EE.UU. murieron 2.300 soldados, mientras que 10.600 mujeres fueron asesinadas, víctimas de violencia doméstica, en el mismo período
Ser feminista no se trata solo de respetar a las mujeres como individuas independientes. No se trata solo de mostrar siempre una solidaridad infatigable frente a situaciones o lenguaje que denigran a las mujeres, sino de respetar sus derechos humanos. La frase tan cliché de que todos somos iguales, me parece la única verdad infalible. Mientras no haya igualdad de derechos independientemente del sexo, género u orientación sexual, no vamos a poder vivir en paz. Esas señalizaciones sociales de masculino y femenino, de heterosexual, homosexual, bisexual, trans, etc., a veces me parecen los caminos de un laberinto que nos tiene perdidos. Adjetivos que personalmente tienen tanto sentido practico como las nacionalidades, que nos encanta abanderar para distinguirnos, como si sin ellos se produjera un caos que nos impidiera circular libremente. El futuro es del ser humano no del patriarcado, ni de un género o una práctica sexual. (Pero si tuviera que pertenecerle a alguien, sería a nosotras, eso está decantado).
No obstante, como afirma Rebeca Solnit entre otras autoras feministas, la violencia sí tiene género. Desde el comienzo de los tiempos, la violencia es masculina. En Estados Unidos la primera causa de muerte de las mujeres es el asesinato a manos de un hombre. Del año 2000 al 2006, en EE.UU. murieron 2.300 soldados, mientras que 10.600 mujeres fueron asesinadas, víctimas de violencia doméstica, en el mismo período. Desde que en 2003 en España comenzaron a contabilizar los asesinatos de mujeres a manos de hombres, las cifras son más altas que todos los muertos por terrorismo de ETA desde 1968. (Desde 2003, más de 900 mujeres fueron asesinadas por hombres y desde 1968, ETA asesinó a 864 personas).
Ya en 1907, escribía Pardo Bazán que «la enfermedad que arrebata a tantas españolas es la navaja». El 99.9% de los crímenes violentos contra las mujeres los cometen los hombres (no mientan señoros de Vox, que es pecado). Como parece que estos días hay que explicar los razonamientos más simples con lupa, tengo que dejar bien clarito que NO todos los hombres son malos. De hecho, los que yo quiero y conozco son solidarios, amables, feministas que rechazan la imposición social de una masculinidad tóxica que también los está asfixiando. No obstante, hay otros hombres que son muy malos, lo suficiente para tener en jaque a la mitad del planeta, que esta conformado por mujeres.
El tema del binarismo masculino-femenino es más absurdo y está más apolillado que una camisa de falange: el rosa y el azul, la marimacho y el mariquita, y las trans que no son mujeres porque no nacieron con una vagina, y porque además lo dicen la ministra y J.K. Rowling (entre otras ínclitas diosas), es agotador. Esos personajes públicos que tienen derecho a decidir quién es mujer o que saben mejor que una misma, como debe sentirse una mujer bajo la piel, deberían dejar de juzgar y por una vez permitirnos, A TODAS, ser lo que queremos ser. El tema trans puede resultar tan ajeno y enrevesado como el mecanismo de un reloj. Me imagino que nacer en el cuerpo incorrecto y tener que decidir tomar medidas quirúrgicas para ser más feliz, no debe ser ningún picnic, como parece pensar alguna gente tránsfoba que se siente furiosa con «esta moda».
Adjudicarse la capacidad de decidir quién se siente mujer o hombre y quién no, excepto por la persona interesada, me parece tan arrogante cómo querer legislar a quién se puede amar. (Durante la primera mitad del siglo pasado, en EE.UU. a muchos bebés intersexuales se les adjudicaba un género, según el tamaño del falo de la criatura. Se extirpaba lo que consideraban una extravagancia contranatural y listo. Al crecer, esas personas, tuvieron que enfrentarse a géneros sexuales que les fueron asignados según la opinión médica de turno. De eso trata ese libro fascinante Middlesex de Jeffrey Eugenides). Entiendo el miedo a lo diferente, pero no acabo de tragar esas patrañas populistas que afirman que la existencia de mujeres trans perjudica a todas las mujeres. Además de que curiosamente los hombres no parecen estar molestos de compartir sus privilegios milenarios con hombres trans. (De hecho, creo que, si hubiera más hombres trans, como Eliot Page, por ejemplo, el concepto de la masculinidad tóxica se transformaría en un tiempo record y la violencia contra las mujeres sería cosa de los trogloditas).
En su momento se dijo que el matrimonio entre homosexuales dañaría a los enlaces heterosexuales y que acabaría con la institución matrimonial. No se llegó a tal extremo, pero sí sucedió un cambio que benefició sobre todo a las mujeres. El matrimonio entre personas del mismo sexo desmanteló la unión convencional, patriarcal, en la que durante siglos la esposa (mujer) pasaba a ser propiedad del marido (hombre) al que se profesaba obediencia absoluta. Con el matrimonio gay se alcanzó la igualdad, no había un sexo que estuviera por encima del otro. Si estos son los terribles prejuicios causados a los heterosexuales por legalizar el matrimonio gay, ¡bienvenidos sean! (Mientras tanto que alguien se apunte esta contraseña, que parece darnos acceso a un mundo más feliz: aceptación y respeto).
Últimamente se habla mucho de qué significa ser mujer. Cuando me miro al espejo no encajo en ningún estereotipo de lo que, tradicionalmente, se entiende por mujer. No soy heterosexual, no tengo las uñas largas, ni me las pinto, detesto limpiar, los bebés me gustan solo cuando empiezan a hablar, no me maquillo, uso pantalones y jamás me pongo tacones. Es más, mi calzado diario son unas botas de montaña que están hechas para caminar, como diría Nancy Sinatra. Sin duda no me ajusto a ese cliché de feminidad conformista que desde tiempos inmemorables se le ha adjudicado a todas las mujeres (como si fueran una). Mi idea de ser mujer no encaja en los protocolos prescritos por la esfera masculina. Personalmente celebro la feminidad y masculinidad de esas mujeres misfits, inadaptadas que no se ajustan a los patrones establecidos. En ese rincón estoy a gusto. Como mujer y ser humano, tengo empatía extrema por el sufrimiento y la discriminación que se inflige a alguien por el hecho de ser mujer, trans o simplemente por ser diferente.
Ser mujer, para mí, significa ser un ser humano decente. Significa ser una mujer humana que, desgraciadamente, todavía ha de colocarse los ojos a los lados de la cabeza y enfundarse en una visión periférica, cuando camina por un descampado a ciertas horas de la noche. Una mujer humana que cuando planea hacer el camino sola hasta Santiago de Compostela, cruzando tres países, tiene que organizarse el viaje calculando exactamente dónde pasará cada noche, evitando dormir al cielo raso, por culpa de vivir aún en un mundo de vikingos. Una mujer humana que rehúsa acostumbrarse a los gestos condescendientes cuando dice que no tiene hijos o no está casada. Una mujer humana que cuando era niña tampoco se acostumbró a escuchar los insultos que le dolían como pedradas, porque que le gustaba jugar al fútbol, pero que nunca dejó de correr detrás de un balón. Una mujer humana a la que los hombres le han explicado cosas durante toda su vida, incluyendo el terrible dolor de ovarios, que la regla le causaba a la novia de un señoro quien entendía el tema mejor que yo. Una mujer que, a pesar de la ingenuidad que puede transmitir esta frase, celebra que el feminismo haya alcanzado logros enormes.
Sin embargo, también soy una mujer que me doy cuenta de que hay que continuar jugando en equipo, fichar nuevas jugadoras con vagina y sin vagina, metiéndole golazos bien merecidos al patriarcado, porque el partido no ha terminado y no podemos dar un paso atrás, ni para tomar aliento. Hasta que la extrema derecha, el fundamentalismo religioso (católico, judío, islámico, etc.), las jóvenes neoliberales (afortunadas inmaculadas que no han sufrido por cuestión de su género y creen que en España hay realmente igualdad) o gentes bienintencionadas como mi madre, se den cuenta de que mientras haya una sola mujer discriminada por ser mujer (trans o no) o asesinada por un hombre, no puede haber paz, no podemos estar cómodas, descansar y disfrutar de nuestros éxitos feministas, mientras ignoramos el dolor silencioso de la vecina de al lado, ya viva en el segundo izquierda o en la frontera con Paquistán.
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