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La mayoría de nosotros follamos —o al menos tratamos de follar— bastante, queridas y queridos. Exhibimos, nos comportamos con un plus de sexibilidad, con ganas de atraer, gustar y satisfacer. Muchos y muchas tenemos amores con los que no convivimos. De vez en cuando hacemos pequeños grupos de número variable en ciudades más o menos próximas para enrollarnos una noche de puro sexo, piel con piel, sudor, relax, felicidad y vuelta al tema. Viajamos con el propósito pasar un finde con alguien que nos apetezca. O vamos a bares, parques, playas, saunas u otros lugares en los que mantenemos sexo con personas desconocidas, o tenemos uno o varios amantes esparcidos por cualquier geografía con los que no convivimos. O si podemos abandonamos quince minutos el trabajo porque justo en la puerta de al lado podemos ganar algo de lujuria con un amante estupendo. Y quienes hacemos eso, vivimos solos, o con familias, o con parejas del mismo o distinto género, o con hijos, y tenemos ese tipo de costumbres, ocultas o no.
Es una manera de ejercer el ocio, un modo de vida, muy muy frecuente, incluso diría que bastante generalizado. Y si ya llevamos el confinamiento de aquella manera, sin gimnasio, sin paseos regeneradores, muchos y muchas de nosotros en la soledad de nuestra casa, prendidas del teléfono o del skype para tomar cañas con los colegas, como el resto de la humanidad, añádele prescindir de algo tan revitalizante y cultural como el sexo divertido y despreocupado.
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