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Hace unos meses volví al Reina Sofía. Vinieron a Madrid unos amigos gallegos que querían ver el Guernica y me pareció la excusa perfecta para una sobremesa de sábado sin bares. Cuando entramos en la sala en la que vive el cuadro, quien propuso la visita se apartó de nosotros. Pasaron unos minutos e me acerqué a él: César tenía piel de gallina y los ojos húmedos. Estar frente al cuadro le provocó una emoción que hizo temblar los cristales que envuelven el museo. Sentí envidia: no recordaba mis propias emociones cuando descubrí la obra de Picasso. La conocía por tantas imágenes que me había convencido de que ya la había visto de verdad. Y maldije el cine, los libros de arte y la televisión por robarme emociones.
Recordé cuánto me había sorprendido una secuencia presidida por el inmenso Guernica en Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006). Estaba viendo una película con una propuesta de género fantástico que se recreaba en el símbolo de la barbarie de la guerra. No daba crédito, pero en esa potente historia las pinceladas con las que el director mexicano dibuja la historia y el personaje interpretado por Clive Owen son tan grises, tristes y pesimistas como las del cuadro de Picasso.
Una buena cantidad de películas, cortos y documentales retratan el Guernica. Desde el documental de Robert J. Flaherty (una producción de 1949 del Museo de Arte Moderno de Nueva York), pasando por el corto que le valió la licenciatura en cinematografía a Kusturika en 1978, hasta la comedia de Miguel Monzón, El robo más grande jamás contado (2002), en la que Manuel Manquiña (Zorba, «el Greco») forma parte de una banda de inútiles que planean robar del Reina Sofía el Guernica. Y aquí en 2018 seguimos esperando por las anunciadas -y ya malditas- películas de Carlos Saura y Peter Greenaway.
En 2017 el Guernica cumplió 80 años. En la fiesta que le organizaron en su casa vi el corto de Alain Resnais y Robert Hessen, de 1950. No sabía que existía, pero me empujó la curiosidad por lo que pudiera imaginar sobre el cuadro el director de Hiroshima mon amour. Y lo que descubrí me fascinó: la pintura es la disculpa para contar la historia del bombardeo de la villa vasca. Una ficción impregnada por la voz de la actriz coruñesa María Casares recitando un poema de Paul Eluard. Merece la pena, y mucho, ver esta pieza en blanco y negro de trece minutos.
El Guernica es también inspiración para las series. En su primera temporada, la patrulla de El Ministerio del Tiempo viaja a 1981, cuando alguien está obstaculizando la llegada del cuadro a España, así que los protagonistas intentan impedir que cambie el curso de la historia. Delante de la pintura, Javier y Pablo Olivares deslizan un emocionante diálogo escrito con la sensibilidad de los verdaderos admiradores del arte.
Sobre la originalidad del Guernica también hablan los expertos en arte. Unos dicen que el cuadro es copia de fotogramas de la imprescindible El Acorazado Potémkim (1926). Otros hablan de la inspiración del pintor en fotos de mujeres y niños huyendo de la guerra que aparecieron en la prensa de la época. En realidad, Picasso nunca había puesto un pié en Guernica, pero si conocía bien el film de Resnais. Yo apuesto por la épica de mirar la pintura como un inmenso fotograma.
Muy seductora es la teoría de José Luis Alcaine, quien ve todo el Guernica en la conocida secuencia de la carretera de la película Adiós a las armas (1933), de Frank Borzage. Aunque el autor de la novela en la que está basada la cinta, Ernest Hemingway, renegó con crueldad de esa escena. A mi me hace gracia pensar que los amigos Picasso y Hemingway inventaron esa venganza pictórica en una noche de whiskys y puros.
Ayer, paseando, me encontré sin haberlo programado delante del Reina Sofía. Hacía frío en la calle y entré al museo. Y allí estaba de nuevo cara a cara con el Guernica. Mirándolo, se me pasó el tempo, sentí un escalofrío y me emocioné. Al llegar a casa escribí en el cuaderno: «Hoy vi por vez primera el Guernica».
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