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Los reyes magos siempre me trajeron los regalos equivocados. No porque quisiera regalos caros y extraordinarios, sino porque odiaba las muñecas. Todas las mañanas del seis de enero me llevaba una decepción brutal. Especialmente porque de los cuatros hermanos y tres primos, yo era la única con la que nunca acertaban. Los primeros años lloraba sin entender cómo podían los reyes ser tan brutos. El primer regalo que recuerdo es un bebé de plástico, calvo y gordo, de pestañas enormes y ojos verdes. Tenía las manos abiertas, siempre pidiendo algo. Iba vestido con un pañal y tenía un agujero entre los labios cerrados, por donde había que ponerle el extremo de un biberón, que acompañaba el regalo. Pero tenía el culo cerrado y donde debía tener el sexo, no tenía nada. Aquel muñeco me daba miedo y, sin embargo, los mayores me obligaban a cogerlo en brazos como si fuera de carne y hueso.
Mientras tanto, mis hermanos jugaban con miniaturas de coches, el Scalectrix, los juegos de construcción de Meccano, el Tente, los Juegos Reunidos Geyper, el Quimicefa, etc. Aunque yo siempre terminaba jugando con sus juguetes, nunca me conformaba ni perdonaba aquella injusticia. Protestaba y preguntaba sacando de quicio a mi madre. No tiraba la toalla y cada noche de reyes me iba a la cama ilusionada. Al año siguiente me regalaron otra, pero no era un recién nacido sino una niña vestida de colegiala, con pelo que parecía real y ojos redondos como canicas.
Las muñecas me parecían objetos muertos que vestían de manera poco práctica para la aventura. Pero por años fueron mi regalo constante (en los reyes, santos y cumpleaños), y hasta un equipo completo de limpieza para niñas, con escoba y guantes de fregar. Mientras mis hermanos continuaban recibendo regalos espectaculares. En una ocasión les cayeron unos walkie-talkies con los que me hicieron magia. Antes de que los juguetes hablaran, mis hermanos pusieron un walkie-talkie dentro del cuerpo de una muñeca. Entonces el mediano sostenía el juguete, mientras que el mayor decía desde otra habitación: «Hola Mara». ¡La niña con cara de muerta hablaba! Mis hermanos rieron con mi gesto de asombro. Consiguieron lo impensable: por unos momentos me divertí con una muñeca.
Durante mi infancia hubo un tiempo en que llegué a tener hasta veinte. Las odiaba a todas por igual. Mi madre las disponía sobre la colcha de mi cama, un mueble inmenso que había pertenecido a mi abuela, y cada noche yo tenía que retirarlas. Nunca quise dormir con ninguna de ellas. Lo que nadie sabía, es que antes de meterme en la cama me encantaba pegarle un tirón a la colcha, sacudirla con fuerza y ver a las muñecas salir volando por todo el cuarto. Entonces sonreía, como cuando un día comencé a leer sílabas y, desde ese momento, los juguetes infames llegaron acompañados de libros de cuentos.
Hace poco le pregunté a mi madre por qué insistía en hacerme aquellos regalos: «Pero Mariña, no era yo, eran los reyes magos». Con el tiempo entendí que hacía lo que le habían enseñado en la Sección Femenina y que, seguramente, me quería dar lo que a ella le faltó en la miseria de la postguerra. ¿Cómo me iba a regalar muñecos de Madelman o el Auto-Cross? Aún me acuerdo del follón que se armó cuando éramos adolescentes y uno de mis hermanos quiso comprarse una camiseta rosa. Según el adoctrinamiento fascista las personas y los juguetes tenían género definido, tanto como los colores, los deportes, la ropa, los zapatos, etc. No obstante, hubo un seis de enero, en que hartos de escucharme (porque mi persistencia infantil era algo épico), los reyes me trajeron los Madelman del Polo Norte, que tenían un trineo y hasta un perro Huski. El can estaba tan bien hecho que durante años mi padre lo llevó pegado al salpicadero del coche.
No tengo la menor idea de cómo es el mundo de los juguetes españoles estos días, pero a juzgar por la cantidad de votantes de VOX, seguramente hay por ahí miles de niñas y niños que el día de reyes se van a despertar para llevarse una decepción monumental. Pero lo que ignoran los adoctrinadores es que a muchos chavales no se les puede cebar el carácter, la personalidad o la orientación sexual como si fueran gansos. A veces, en sus ansias de control y domesticación, a los retrógrados les sale el tiro por la culata. Porque en lugar de señoritas y caballeros, heterosexuales, derechistas y bien pensantes, lo que están criando son almas rebeldes e inconformistas.
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