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En los bares siempre suceden historias. Hace frío y entro en un clásico madrileño a desayunar. Delante de un plato de churros veo dos mujeres jóvenes con una niña; las tres, pelirrojas. Me siento en una mesa a su lado. La camarera no puede reprimirse: «¡Un congreso de pelirrojas!». Las vecinas pecosas esbozan una sonrisa forzada, pero yo río la gracia. Enseguida, la camarera se me acerca. No porque le interese atenderme, sino para contarme que su marido también es pelirrojo, que en el mundo solo hay un tres por ciento de bermejos y que en Madrid no había conocido a otro. Pero ahí están: tres Pippi Langstrum a la vez -lo de Pippi lo pienso porque la camarera estadística me deja bien claro que hablan en extranjero-. Mientras espero por mi chocolate, le enseño fotos de actrices y actores pelirrojos habituales en las series españolas. Ella me reprocha: «Ninguno de esos es de Madrid». Tiene razón; en tantos años en la capital no me he topado con nadie con el pelo encarnado, pero sí con varios entre los compañeros de estudios y de trabajo en Galicia, donde no resultan tan exóticos como pasado el túnel de O Padornelo. Y entonces caigo en la cuenta: los actores de las fotos son todos gallegos.
Paula Barreiro, la adolescente vecina del bar Suizo en Pratos Combinados, tiene el pelo rojo. Unos la recordarán en Cristina Castaño; a quien se enganchó más tarde a la serie le vendrá la imagen de María Castro: todos tienen razón, porque hubo un cambio de la actriz que interpretaba a la hija del abogado Barreiro, que los espectadores aceptamos con naturalidad. Cristina creó un personaje con chispa y encanto antes de volar de la serie, veinticinco capítulos después, para compartir elenco con Concha Velasco en la obra teatral de Antonio Gala Las manzanas del viernes. La serie Pratos le hizo un guiño a la realidad y, en el último episodio que rodó Cristina, los protagonistas de la ficción ven triunfar a Paula como compañera de escenario de la auténtica Concha Velasco: una preciosa despedida de Cristina Castaño.
Pero en Galicia aún cenaríamos Pratos Combinados 131 noches más con Paula Barreiro, ya con la pizpireta María Castro en el papel, sin sobresalto alguno para el espectador. Paula seguía siendo una joven de rizos rojos con ansias de triunfar como actriz. Y María, una novata entonces, debutó con un monólogo en el Bar Suizo interpretado como si se hubiese criado en la televisión. Fue un hábil relevo, y en esa ocasión tuvo final feliz el Síndrome de Darrin: la sustitución de una actriz, o actor, por otro que interpreta el mismo personaje.
El nombre del síndrome viene de Embrujada, serie estadounidense sobre las peripecias de un matrimonio desde su luna de miel, cuando Samantha le confiesa a su marido, Darrin, que tiene poderes mágicos -despertados siempre con un característico movimiento de nariz de Elizabeth Montgomery que tanto divertía a la audiencia en blanco y negro de los años 60-. Una enfermedad apartó de la comedia a Dick York, el actor protagonista, pero en la cabeza de los productores no cabía que la bruja Samantha se quedase viuda. Así que, de un capítulo a otro, después de cinco temporadas emitidas, el marido Darrin pasó en 1969 a vestir el cuerpo de Dick Sargent, sin mayor inconveniente para los telespectadores.
En Galicia tenemos un interesante grupo de actores rojos que regalan su talento en series y cintas rodadas lejos de casa. María Vázquez era poco reconocida en las televisiones españolas hasta que saltó la chispa con La Fuga (2012); desde entonces sus pecas son familiares en todas las comunidades. En cine ya había trabajado con Montxo Armendáriz (Silencio roto, 2001), con Gerardo Vera (Deseo, 2002) y con Icíar Bollaín (Mataharis, 2007); y en Galicia todos conocíamos su nombre: Iria, la maestra progresista de Padre Casares (2008-2015). Hoy es Maruxa por su rol en Fariña (2018).
Para actor rojo, Nacho Castaño. Su interpretación en el arranque de La sombra de la ley (2018), de Dani de la Torre, te atrapa contra la butaca. Nacho es un artista imprescindible en el audiovisual de Galicia que llena de humanidad la pantalla. Nos encandiló de niño en Divinas Palabras (1987) y en Fariña creó un Ricardo Portabales más verdadero que el DNI del narco «arrepentido».
Las pelirrojas del café se ponen los abrigos. Antes de irse, una de las jóvenes regaña a la pequeña: «Colle o mapa, mincha, que non tes cabeciña ningunha». Eran gallegas: ¡quién lo habría dicho!
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