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A Hillary la empezaron odiar antes de que Estados Unidos firmase la Declaración de Independencia. A Hillary Rodham la odiaban antes de que se descubriera oro en California, antes de que afirmase que era feminista y mucho antes de que declarase que se quedaba con su apellido de soltera. A Hillary R. Clinton la odiaban con desmesura antes de que se descubriera petróleo en Texas, antes de que encerrasen a los Sioux en reservas y mucho antes de que Sitting Bull muriera traicionado y asesinado. La odiaban antes de que decidiera apoyar a su marido Bill, en todos sus líos de faldas incluido el juicio político de Starr/Lewinsky. La mitad del pueblo estadounidense la detestaba antes de que decidiera meterse en el tema de arreglar la sanidad pública, fuera Secretaria de Estado, congresista y mucho antes de que se presentara de candidata a la Presidencia, compitiendo contra el infame Trump.
La odiaban tanto que prefirieron tener un presidente con un coeficiente mental negativo, acusado de fraude, violación, acoso sexual, racismo y demás crímenes e infamias, por las que tarde o temprano acabará pagando, antes que a ella. La odiaban más que a los comunistas. Más que a los chinos, más que a los cubanos castristas, más que a los neoyorquinos. A Hillary la mitad de los Estados Unidos, que son muchos millones, la crucificó desde el primer día que salió de la mano con Bill, cuando este se convirtió en gobernador de Arkansas.
Hasta el día de hoy, cuando esos miles millares de ciudadanos consiguieron borrarla del mapa político del país, ningún experto acierta a explicar el porqué de ese odio tan visceral y violento. Para muchos, solo el hecho de que fuera una mujer ambiciosa ya era suficiente razón para despreciarla. Si además era elocuente, inteligente, abogada y feminista ya se había ganado la lotería de la eterna ojeriza. Sin embargo, Hillary Clinton nunca fue acusada de un crimen real como lo fueron Trump o Nixon, o centenares de políticos de su país que tuvieron que abandonar el ruedo por haber robado, mentido, etc. La odiaron y la siguen odiando porque sí. Porque el mundo se divide entre esos a los que les regalan una flor y dicen gracias, y el resto del planeta que se mofa y la pisa.
Ese odio primigenio en España lo recibe Pablo Iglesias. Aquí, como no somos menos que los trumpistas, también tenemos odiadores profesionales, medios de comunicación estilo FOX que se dedican por entero a odiarlo por escrito y con altavoces. A Iglesias se le odia antes de que se descubriera América, antes de que se esculpiese el primer menhir, antes de que María Pita decidiera echarle ovarios al asunto, antes de que se pagase a los sicarios con maravedís y mucho antes de que Franco se proclamase caudillo por la Gracia de Dios. A Iglesias lo odian exageradamente desde el Pleistoceno. Ni hablar de la rabia disparatada que le tienen los isabelinos castellanos, que celebran su odio con fiestas de órdago, reivindicando un trono católico, alegre y fascista, mientras que por los siglos de los siglos, veneran a un Cristoelocuente, despeinado y de greñas sucias.
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