Maricón, mariconez, mariconada

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El maricón de Marlasca y Nacho Cano forzando el diccionario con su famosa «mariconez» generaron dos divertidos debates semánticos, de esos en los que se pierde pie con facilidad y se confunden, voluntaria o inconscientemente, el culo con las témporas. La deriva twitera de nuestro tiempo, la inmediatez de las reacciones acaloradas, la piel fina de unas y otras partes y las ganas de bronca de taberna que ofrecen los nuevos medios para expresar primitivas emociones trazaron un simpático lienzo costumbrista.

Una ministra llama maricón a un colega y casi la hacen dimitir. Unos chavales quieren cambiar una palabra de una canción y se monta la del pulpo.

A ver. Centremos. La ministra y Grande Marlasca. Referirse en una sobremesa a cualquier homosexual no presente con la palabra maricón sólo rebela que están en un ambiente descomprimido. Sólo eso. Si alguien graba esa conversación, es un desleal o un traidor. Si alguien la saca de contexto, muestra su escasa inteligencia. Si usan esa bobada para hacer escarnio político, descienden varios peldaños en la cochiquera en la que han convertido la plaza pública.

A Nacho Cano, preso de la soberbia y la fanfarronería, no le sirvió de nada la experiencia de los años para percibir la dimensión icónica de su frase

Lo de la «mariconez» en el ripio de Nacho Cano, asignado a unos participantes en OT generó también un amplio eco mediático, sin duda amplificado por la enorme audiencia del programa y por la pasada gloria de Mecano. Con su razón —que comparto— propuso muy educadamente cambiar ese palabro por la expresión «gilipollez»; aceptó incluso «estupidez». Pero no. El compositor demodé no aceptó deportivamente la revisión como cabía esperar, y les obligó a cantar, contra su voluntad, esa palabra que a los concursantes les parecía impropia.

Al compositor, preso de la soberbia y la fanfarronería, no le sirvió de nada la experiencia de los años para percibir la dimensión icónica de su frase, que nos transporta a una homofobia interiorizada y casposa, una palabra despectiva, sinónimo de lo sensiblero y bobalicón. La amable y saludable lección de dos divinos veinteañeros fue incapaz de derribar el cemento mental de quien, atrapado en su vanidad, no supo ver más allá de su autoestimada nariz.

Todos sabemos que mucha gente usa «maricón» o «bollera» para referirse a nosotros en nuestra ausencia. Nosotros mismos, en divertido modo relax, nos denominamos así con orgullo. En este ámbito privado, quien le dé más importancia de la que tiene, es un poco bobo.

Para analizar el grado de homofobia de una expresión así hay que mirar más al ruido semántico que al significado de catón. En el ámbito público o en el privado, en el marco de una discusión, de unas risas, entre gays o entre almas de saturday nigth, como arma arrojadiza, como chiste, con qué acompañamiento no-verbal, en qué tono, con qué intención. Todo eso importa.

Lo demás es felonía, cabronada o cortedad analítica, en el caso de la pobre ministra a la que un cabrón violó su intimidad. O egocentrismo y anquilosamiento en el caso del cantante de los 80.

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