Palomitas y ¡Arriba España!

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Siempre que piso la Plaza de Galicia de Santiago me acuerdo del tipo infame que decidió demoler el edificio Castromil. Quizá fue un buen hombre, pero las personas sin un mínimo sentido del gusto no deberían encargarse de las cosas que importan de verdad. Esa casa modernista, proyectada por el arquitecto coruñés Rafael González Vilar en 1922, acogió en sus inicios el Quiqui-Bar. ¡Hasta el nombre era bonito! En la planta baja estaba el restaurante; subías las escaleras de mármol y llegabas a las preciosas vidrieras del salón de baile. En 1929 Evaristo Castromil compró el inmueble y lo convirtió en estación de autobuses. Y con el gobierno municipal de 1975 llegaron la barbarie y el silencio: derribaron un símbolo de la modernidad para construir un aparcamiento subterráneo.

«El mayor crimen urbanístico», se lamentaba Nacho Mirás. ¡Y cuánta razón tenía! A los políticos y a los arquitectos habría que exigirles sensibilidad. Miras los edificios que nos rodean y tienes la prueba de que olvidaron echar en la hormigonera armonía y arte. Destruimos belleza y plantamos espantos. Ni construimos ni sabemos cuidar.

Con lo que va a suceder en el Valle de los Caídos se dispara la fantasía popular, pero ya hubo quien imaginó el final de ese armatoste de nulo valor arquitectónico, según he leído esta semana. A Ernest Pintoff no le tiembla el pulso y arranca con cuatro minutos de acción su película El felino (1979): un helicóptero sobrevuela el Valle mientras silban las balas de un tiroteo en el funicular que acaba con la explosión y desintegración de la cruz gigante. Es lo único interesante de una cinta en la que el agente Jaguar, experto en artes marciales, va de salvador del mundo y lucha contra una banda de traficantes liderados por el malvado Christopher Lee. Confieso que quedé atrapada hasta el último fotograma por el increíble reparto, desde John Huston hasta Fedra Lorente.

Los años Bárbaros (1998) es una historia inspirada en hechos reales. En 1947 dos estudiantes –Jordi Mollá y Ernesto Alterio– pintan en la fachada de la facultad «¡Viva la Universidad Libre!» y son sentenciados a ocho años de trabajos forzosos en el Valle de los Caídos. Fernando Colomo relata la peripecia de la fuga de ese campo de concentración franquista en una comedia bien adobada.

La obra faraónica del franquismo también queda retratada en La reina de España (2016), de Fernando Trueba. Blas Ontiveros, el personaje que viste Antonio Resines, es un represaliado del régimen al que todos daban por muerto, pero que sobrevive al campo de exterminio de Mauthausen y regresa de Alemania, para acabar condenado a trabajar en el Valle del Escorial.

El monumento, para Álex de la Iglesia, simboliza un pasado de horror. Balada triste de trompeta (2010) incluye la pelea a muerte entre dos payasos –Carlos Areces y Antonio de la Torre– en la mastodóntica cruz: imagen alegórica de la guerra entre las dos Españas. La película no es un puzzle narrativo perfecto, pero el espectáculo visual compensa el conjunto.

El cine porno tampoco ha resistido la tentación del Valle. Llevo días buscando el filme Antonio Ramírez, el facha, de Diego Lanzas, editado en 2007 en un DVD del que se hicieron quinientas copias, pero de la productora ya no hay rastro. Leo: «Es una parodia que cuenta las peripecias sexuales de la familia de un nostálgico franquista en la época de la transición». Me quedo con las ganas.

Para darle bombo al mausoleo ya está el NODO que, en otro empacho propagandístico, narra el día de su inauguración, poniendo especial foco en el traslado de los restos de Primo de Rivera y en el discurso de Franco ante una masa de solo hombres; sí, ninguna mujer. La revisión hoy del panfleto resulta brutal.

A la sombra de la cruz (2012) es un documental que te deja sin palabras, durísimo, centrado en la estricta educación que reciben los niños cantores internos en un colegio benedictino del Valle. El director, Alessandro Pugno, entra en una realidad que nunca había imaginado. Sin juzgar en ningún momento, muestra el pensamiento de los religiosos y la educación rancia que imparten.

Trabajo con una biznieta de Evaristo Castromil. De pequeña correteó por el edificio modernista de la familia. Respira sensibilidad y repara en esos detalles hermosos que los demás nunca vemos. En la oficina hablamos de la suerte que correrá el Valle. Carmiña Castromil me mira con la sonrisa de sus ojos y pregunta: «¿Qué Valle, Valle-Inclán?».

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