Insomnio

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Desde hace meses Berlín parece congelada en el tiempo. Vamos muy despacio, casi todo está cerrado y la vibrante vida social y nocturna berlinesa, se ha evaporado. Hasta beber alcohol en la calle (una tradición clásica de estas tierras) ha sido temporalmente prohibido. Obviamente, lo del Übermensch era una paja mental nietzschiana. Finalmente, nos ha tocado el turno de morirnos. Cuando no puedo dormir, salgo con el perro y me da la sensación de que me colé por uno de esos agujeros de gusano de Einstein. Las calles heladas, siempre oscuras (se puede ahorrar dinero municipal apagando ciertos semáforos por la noche y usando solo cuatro farolas), están desoladas. Si nos encontramos con alguien, el parrochiño le ladra como si nos cruzáramos con un fantasma.

Pepe no que era a Stalin Allee, agora Karl Marx Allee

Con tanta calma, el fragor del can de doce kilos suena a lobero irlandés. Aunque disfruto de este silencio, hay momentos en los que siento cierta intranquilidad. Con los años y el encierro, el carácter se me ha despistado aún más y ya no sigue brújulas. En ocasiones no recuerdo si ya le di de comer a Pepiño, si aún fumo, si ya les mandé algo a los de Luzes, si desayuné, si tengo novia o novio, etc. Cosas así. Ciertamente, he notado que el perro está más gordo, pero yo también. Creo que la rutina y la repetición de los días, comienza a hacer mella en mis hábitos cotidianos. De tanto repetirlos, ya no sé si algo sucedió ayer u hoy, o dos veces o igual ya estoy en mañana.

Me he dado cuenta de que leer la prensa española aún me confunde más. Así que trato de evitarla, tanto como trato de pasear y ejercitar todo lo que puedo. Sufro de insomnio y cuando cae la noche me desborda la imaginación. Las farolas de mi barrio en el Este, que aún son las mismas de la etapa Honecker, no tienen luz blanca, sino gualda, amarillenta como los dientes de nicotina de un funcionario de la Stasi. Es un tono ambarino que se refleja en algunos adoquines como en esa peli de espías de Orson Welles. Me pregunto si aquí también habrán hecho como en Manhattan, donde hace años arreglaron el asfalto de muchas calles y avenidas (entre ellas la famosa Quinta), aderezándolos con vidrio reciclado (Glassphalt). De tal manera, que algunas calles brillan reflejando las luces de los autos, creando esa sensación mágica de cinemascope.

Sigo caminando y si me olvido de la pandemia, no me cabe duda de que está desolación berlinesa se debe al regreso de los fascistas. Si no eras blanquito y «normal» como Almeida o Abascal, por ejemplo, el Berlín de la guerra no debió ser un tablao cabaretero. Últimamente, cuando paseo en este escenario pienso en fascistas y se me vienen nombres castellanos a la cabeza. El perro, sin embargo, como vive como el rey, en un mundo feliz de pelotas y comidas, no distingue apellidos ni topónimos e igual que a algunas personas, le da lo mismo orinar en un mural, que en un madroño. De hecho, en una ocasión, le meó encima a la tumba del Barón Rojo (¡ay, si nos pillan los abascales teutones!).

En nuestras salidas nocturnas más recientes hemos visto una marta y un zorrillo, que sacó de quicio a Pepiño, al pararse a mirarnos, sopesando por un instante, si el can era pariente. La calma a veces es tan brutal que me da rabia pensar por no hacer ruido y molestar (algo parecido les debe pasar en la administración madrileña). Pero en esta ciudad es imposible no acordarse del pasado. Al contrario que en España donde parece que intentan suprimir cualquier vestigio de la memoria republicana, aquí te tropiezas con los nombres de judíos, comunistas, socialistas, mujeres pensadoras, anarquistas, feministas, homosexuales, romaníes, miembros de la resistencia antifascista y demás enemigos de VOX, inscritos en unas losetas de bronce (Stolpersteine), a modo de recuerdo y homenaje. En casi cada calle de Berlín, vas a darte de bruces con el pasado. Si no está inscrito en un adoquín de latón en el suelo, está en la fachada del edificio.

Personalmente me parece una idea admirable y siempre me detengo a leer la brevísima biografía que se relata en esas esquelas adoquinadas. Parece obvio que como ciudadanos demócratas tenemos la responsabilidad de honrar a aquellos que lucharon contra la desigualdad, la injusticia y las dictaduras, para que nosotros pudiéramos tener una vida digna. Pero lo que a muchos nos parece decente, a la jauría de la extrema derecha le parece «hacer política». Por eso, cuando leí lo del mural feminista del Barrio de la Concepción, en el que viví en 1988 y que recuerdo con mucho cariño, tuve que chequear el calendario para cerciorarme de que aunque estamos en 2021, los gobernantes tardofranquistas, en lugar de ocuparse en salvar a la población agonizante, insisten otra vez en borrar a la gente decente, eliminando la memoria de mujeres luchadoras como Rosa Parks, pensadoras y artistas, mientras Madrid va camino de convertirse en ese «Insomnio» de Dámaso Alonso.

 

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